viernes, 4 de diciembre de 2009

Nélida Beatriz Hualde-Buenos Aires, Argentina/Diciembre de 2009




La Carta



No lo entendió en un principio.

Es que era difícil para su inteligencia atormentada descifrar el laberinto que le anunciaba la carta.

Escrita con letra clara y segura, sin ninguna pretensión literaria, ni siquiera bien argumentada, esas pocas líneas habían bastado para inquietar su memoria tratando de poner cada cosa en su lugar.

Miró alrededor, como si algo o alguien pudieran explicarle. Pero el lugar era el de siempre, ya conocido. La pequeña celda que estaba casi a oscuras, como todos los días a esa hora.

No se oían ruidos.

En la cárcel, avanzada la tarde, solo se escuchaban los pasos monótonos del centinela que vigilaba.

Nadie estaba cerca para escucharlo.

Estaba irremediablemente solo.

No distinguía la letra, que quiso releer solo por impulso, puesto que la sabía de memoria. Lo que al principio le extrañó iba tomando forma y aquello que empezó confuso, se convirtió en certeza.

Como si fuera una película se vio en su casa la noche en que mataron a su madre.

Se había despertado cuando escuchó la puerta de calle que se abría y ella entraba.

Siguió sus movimientos, primero en el baño, después en el dormitorio, casi adivinó cuando se acomodaba en la cama.

Después nada.

Pensó que su madre se había dormido y él también se durmió.

A la mañana la encontró muerta, las manos atadas y asfixiada con su camisón. No había ninguna señal visible que delatara una lucha, ni desacomodos, no faltaba nada, no había habido robo.

Nada.

Llamó a la policía y luego al abogado amigo de la casa. Juntos esperaron al Fiscal, que comenzó la investigación. Evidentemente, dijo, el asesino borró todas las huellas. No había impresiones digitales ni de pasos. La ventana y la puerta no fueron forzadas. Ningún síntoma delator de una presencia extraña. Como la única persona que estaba en la casa en el momento del crimen era él, fue detenido como presunto culpable.

A partir de ese momento nada pudo hacer para evitar que su yo racional fuera reemplazado por otro inventado por sus victimarios. Su orgullo de hombre, de ser razonador y sensible se vino abajo cuando sintió el “clic” de las esposas que se cerraban trabando el movimiento de sus manos.

Entonces comprendió el sentido de la libertad.

Tuvo que seguir el curso de los acontecimientos tal como las leyes estrictamente lo ordenaban.

Sus pensamientos, sus deseos y sus dichos se aceptaban solo si coincidían con la letra escrita o la interpretación de los artículos e incisos de los códigos de procedimientos.

Habían pasado diez días.

Con el estado del expediente en secreto del sumario, no había tenido contacto con ninguna persona, a pesar de haber manifestado su deseo de tener un encuentro con el abogado amigo con quien su madre había tenido una relación que no disimulaban, y él los respetaba.

Era suya la carta que pretendía consolarlo.

Allí mismo encontró lo que luego, de pura presunción, habría de conducirlo a la prueba cabal y concreta de la verdad.

La parte que lo había impresionado ya la sabía de memoria. La había repetido cien veces para asegurarse de que no estaba equivocado, y decía: “Mi pobre amigo, no sé realmente si te cabe alguna culpa en la muerte de tu madre, pero de solo recordarla, hundida su cabeza en la almohada rosa, lívida, con los ojos tan abiertos, mi corazón se estremece de pena…”

Y seguía.

Pero era inútil seguir leyendo.

Repetía para sí una y otra vez “la almohada rosa”, como una letanía y ¿cómo sabía el abogado que la almohada tenía una funda rosa si no accedió al dormitorio vigilado por la policía y donde ni siquiera el hijo pudo entrar? ¿Si después el cuerpo fue retirado como se acostumbra, en una camilla y embolsado?

La noche se alargó hasta la llegada del día, cuando pudo hablar con el Fiscal y el Juez y mostrarles la carta y sus presunciones.

“La almohada rosa” ¿Cómo sabía?

Y todos concluyeron que era una prueba categórica que delataba al verdadero culpable.

Siguió la causa con el nuevo imputado.

Cuando se lo citó, el abogado, quebrado, confesó su culpa. Dijo haber entrado con la occisa, y por causas ambiguas del momento, en estado de emoción violenta y sin que fuera su intención llegar a ese final, la había matado.



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Nélida: generalmente "el pez muere por su boca", o por su "letra". Las emociones, a veces, juegan una mala pasada. Un relato policial bien argumentado. La abraza, Laura Beatriz Chiesa.

Anónimo dijo...

Hola Beatríz!! que tal???

Muy bienn llevado tu cuento, despierta curiosidad, hasta ese final.

besitoss Beatríz Felíz Año!! Josefina