viernes, 18 de junio de 2010

Loreto Silva-Santiago, Chile/Junio de 2010


Héroes de Verdad

Sentada en la poltrona del patio la abuela observaba a su pequeño nieto, Diego, jugar con una espada luminosa y retráctil con que daba caza a diferentes alienígenas. Cansado de salvar a la Humanidad se acercó a ella, quien cariñosa, le acercó un vaso con jugo: ―¿Cómo está hoy mi héroe?―, preguntó. Él, vivaz, la miró con simpatía y complicidad: ―Abuela, cuéntame una historia de héroes... de esas que tú sabes―. Haciéndose la interesante, la mujer preguntó: ―¿Y cuál sería mi premio?― El niño le dio un apretado beso y se sentó a escucharla.

La anciana tomó un respiro y dijo: Esto ocurrió hace mucho tiempo, a inicios del siglo XXI, en el hermoso poblado San Juan Bautista de la isla Robinson Crusoe. Allí había lo necesario para que los isleños tuviesen un buen pasar: Faro, Iglesia, Muelle, Colegio, Municipalidad, Gimnasios, Jardín de infantes, Hosterías, Gobernación Marítima, Capitanía de Puerto y Retén de Carabineros; ¡ah!, y también una plaza con un gigantesco gong colgado al centro, el que sólo se podía hacer sonar cuando un peligro acechaba a la isla.

Habitaba en él una niña, alta para su edad, tenía el pelo negro liso y la piel dorada. Aunque había llegado allí cuando a su papá, que era Carabinero, lo habían asignado, se sentía una isleña más. Aprovechando que era viernes y el último día de vacaciones, jugó con sus amigas en el roquerío, se bañó y conversaron hasta tarde. Ya estaba dormida cuando por la madrugada la despertó un movimiento suave bajo su cama, como en la isla no se producían temblores pensó que eran ratones y fue a despertar a su padre, él la tranquilizó así que regresó a la cama. Mas al rato sintió nuevos movimientos, miró el reloj y marcaba las cuatro de la madrugada, en ese momento los llamó, su abuelo desde Valparaíso, contándoles  que media hora atrás, habían tenido un fuerte terremoto grado ocho coma ocho en la escala Richter, en la zona continental. Miraron por la ventana y vieron algo inusual, a los botes del embarcadero sacudiéndose y chocando entre sí. Sus miradas se cruzaron y en sus ojos se leyó: tsunami.
Su padre corrió a poner a salvo al resto de su familia. Ella reaccionó en forma inesperada y en vez de protegerse fue rauda a la plaza, donde golpeó el gong una y otra vez, con todas sus fuerzas. Los isleños despertaron e hicieron sonar campanas mientras llevaban al cerro a sus seres queridos, lo más rápido que podían. Ajena a este accionar la niña sólo pensaba «tsunami, tsunami» y siguió tocando el gong hasta que un tren de olas de unos quince metros de altura se acercó, en ese momento con el agua casi tocando sus pies huyó cerro arriba.

 Minutos más tarde las olas azotaron la isla con furia extrema, adentrándose en la bahía de Cumberland cerca de trescientos metros, en una longitud de tres kilómetros y subiendo casi sesenta metros, al recogerse las aguas se llevaron lo que estaba a su paso, así desapareció todo lo existente sobre la parte baja del pueblo, quedando sólo las casitas del cerro en pie, fallecieron ocho personas y desaparecieron otras cinco, no obstante, gracias a ella, la mayoría de las personas se salvaron.

La abuela guardó silencio, el nieto absorto en la historia pregunta: ―¿Prefirió ayudar a otros antes que huir?―. La anciana medita antes de responder: ―Creo que no tenía eso tan claro, sólo pensaba: «Si no despiertan y huyen morirán todos»―. Diego con los ojos muy abiertos sigue: ―¿También yo puedo ser un héroe, tocar un gong y salvar a mucha gente?― Ella con voz suave le indica: ―Mi amor, todos tenemos un gong para tocar algún día, ignoramos cuándo tendremos la oportunidad de hacerlo. ¿Sabes? A veces es más difícil hacer lo correcto que lo juicioso―. Impresionado, el niño consulta: ―¿Y se salvó la niña?― La anciana, acariciándole los cabellos oscuros, dice: ―Así es, pudo llegar a lo alto del cerro, justo arriba de la cota diez que fue hasta donde subió el mar―. Se nota que el niño ha quedado pensativo con la historia y sigue preguntando: ―¿Cómo se llama la niña del cuento?­― Sonriendo ella dice: ―Martina―. El rostro de Diego se ilumina. ―¿Martina? ¡Abuela, igual que tú!                                                                     
 Dedicado a Martina Maturana, de doce años,
 gracias a quien salvaron su vida cerca de 840 personas,
 en el tsunami ocurrido en el Archipiélago de Juan Fernández,
 en Chile, la aciaga madrugada del  sábado 27 de febrero de 2010.

Mención Especial en Certamen Literario Internacional “Alfonsina IV” 2010, en Zarate, Provincia de B. Aires, Argentina



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