martes, 20 de julio de 2010

Lilia Elena Durand-Buenos Aires, Argentina/Julio de 2010


Sin muelle

Para calmar tu sed
                               no recurras a mí
no busques en mis ojos
                                      una lágrima
              lloro
              sin lloro
esta oquedad de cuenca
                                     sin luz
ceniza
              es la fuente
ceniza   
              de un llanto
que resistió el exilio
atrás
                 atrás
     atrás

 polvo     por el dolor de ayer

Qué gota
               qué lágrima
                         caerá
sobre amarillo pétalo
               pequeña y seca flor

Soy un puerto sin muelle
aférrate a la orilla


Caminata

          Camino  Dorrego hacia la Avda. Maipú para tomar el 60 que me lleva hasta la Facultad. Despejo las telarañas intelectivas y como es temprano, aprovecho mi margen de tiempo para regalarme una paseada lenta, mirando el cielo a través de la copa de los árboles y disfrutando la brisa de esta primavera otoñal. Aspiro el aroma de los jazmines tempranamente florecidos y me arrobo con el cálido rosa de los lapachos. Me detiene  la mirada triste de un cachorro, acurrucado a la vera de un zaguán, esperando la dudosa acogida de algún transeúnte condolido.
          Sin darme cuenta, llego a la avenida. Veo aparecer  el colectivo.  Me pongo en  fila y aguardo la subida de los pasajeros que me preceden. Ya casi no hay espacio, me apoyo en el estribo.
          El chofer está impaciente (viene con atraso). ¡Un paso atrás, un paso atrás!, dejen sacar boletos. Sin mirar la puerta de ascenso, arranca. Mis manos buscan en vano donde sujetarse. Mis carpetas vuelan hacia la vereda. Dos brazos se estiran para sostenerme. Inútil esfuerzo.
          Siento mi cuerpo desprenderse, caer. Un chirrido de frenos y el mundo enmudece.

          Estoy en un túnel oscuro. Tengo miedo. Llamo a mi madre. Mi voz aborta en la garganta. Oigo murmullos indefinidos. Algo roza mi rostro, envuelve mi pelo. El terror me domina. Cientos de patas, electrizadas, caminan mis piernas, son púas que clavan mi carne. Percibo sonidos metálicos, sombras que deambulan. Quiero gritarles ¡aquí estoy!, ¡ayúdenme!
           El cansancio me vence. Me entrego.
           Levito, transito el vacío. Atravieso sombras.
           Caigo.
           Desde un espejo frontal, junto a mi cara, una voz me reclama ¡Lilia despierte! Un rayo de luz penetra mi conciencia. Abro los ojos, entreveo guardapolvos blancos. Miro arriba, a los lados. Veo aparatos. Mis ojos interrogan, temerosos. Una voz murmura,    no tema,  la dejaremos un rato en  quirófano, en observación. 

           Estoy sentada en un banco de madera, en los jardines del Hospital Francés. Mi cabeza cubierta con un turbante blanco, mi brazo izquierdo enyesado del hombro a la muñeca. Mis hijos me acompañan. Hacen planes para cuando salga. El médico aconseja poca conversación. Los mando a tomar café. Quedo sola, disfruto con fuerza la brisa del atardecer. Recorro el contorno de esa nube rojiza que se cobija en el horizonte.
          Viene la enfermera para llevarme a descansar.
          Me pregunto si el cachorro habrá conseguido familia.
          Miro el cielo.
          Doy gracias por la vida.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

LILIA:
que puedo decir de tu poesía que ya no te haya dicho personalmente,
"lloro/sin lloro/esta oquedad de cuencas/sin luz" entró por la mitad de mi cuerpo para adentrarse en mi centro vital y allí se quedó.
Esther

Laura Beatriz Chiesa dijo...

Lilia: muy buena poesía y narrativa. Siempre hay llantos que resisten un ayer de dolor y aparecen, reiteradamente ante el recuerdo. Un abrazo,

Anónimo dijo...

Ay Lilia que bueno!! tanto el poema ,como el cuento!!

Da mucho placer leerte Lilia

besoss Jóse