martes, 17 de agosto de 2010

María Antonia Moreno Mulas-Valencia, España/Agosto de 2010


Cala Reona
Un pedazo de mar, una mujer que lee una novela forrada con papel de periódico, una tarde lenta y una historia por contar.
La novela se deja abrazar por el periódico en esta tarde lenta; la ficción escondida de la realidad, la vida dándose un respiro. Es una cala pequeña, de arena blancuzca, con piedras grises, ni muy hermosa, ni muy cuidada; sin embargo, en cierto modo,  se asemeja al óvalo del rostro de una muchacha y el mar, el sol y el cielo que la rodean son hermosos. También lo son las rocas que horada el viento y la espuma de las olas, y la novela que lee la mujer (que no es hermosa ni está muy cuidada) parece interesante (como la mujer).
Ella está sentada en un extremo de la playa, de cara al mar y al pico que remata el macizo del parque regional de Calblenque. De vez en cuando, levanta la vista de las páginas y se complace en observar a los chicuelos que caminan por los senderos que rodean la montaña. Allí, sobre un promontorio que se alza sobre las olas, se concentra una larga fila de ellos: aguardan su turno en el juego antiguo de seducción y bravura. Desde su extremo no se distingue el sexo de los saltadores: sólo son pequeños puntitos que levantan burbujas de agua al caer.
Al otro lado, un chiringuito de playa que aspira a ser chill out pero que, simplemente, es una cabaña entoldada, se refugian unos cuantos hombres y mujeres que no se bañan ni pasean; beben cerveza fría tendidos en los cojines desgastados. Fuman y charlan, dejándose llevar por el ritmo hipnótico de la música.
A la espalda del chiringuito se alza la montaña sembrada de caminos que llevan a calas más inaccesibles. Por uno de ellos baja un hombre con botas de montaña haciendo fotos al faro.  En la arena, la mujer ha dejado de leer unos instantes y no mira a los que se zambullen. A su lado, un padre joven con muletas y sus dos hijas pequeñas están bañándose acompañados de la niñera, una chica hispanoamericana y reidora que no puede bañarse porque no se ha puesto traje de baño o similar. Las niñas chapotean, el padre deja las muletas y se sienta, la niñera les grita consignas desde la toalla, la mujer los mira. La música machacona del chiringuito con aspiraciones acompaña el cuadro. Más allá, una sombrilla acoge a una mujer que come sandía.
Es una novela con final triste y conocido, pero eso no tiene importancia. Importa cómo se desarrolla, cómo es ella y cómo es él y cómo fue la historia que tuvieron juntos. Si acaba mal y triste es porque hay finales en los que nadie come perdices. La mujer lo sabe y lo asume. Es extraño cómo esta tarde parece deslizarse sobre mí. Está sola, leyendo y mirando a su alrededor, mirando de verdad cada una de las pecas de la niña que hace castillos y el color exacto de los ojos de su madre, verdes, manchados de motas doradas y hasta se fija en el número de puntitos que se lanzan al agua temerarios y orgullosos (como suele ser la juventud).
Se siente extrañamente libre, sentada, leyendo y descansando de la lectura, volviendo a releer un par de líneas que le gustan, cómo le mira él, cómo lo besa ella, cómo se encuentran en la ciudad, cómo se separan, cómo discuten. No es una historia de amor, o tal vez sí, porque a fin de cuentas todo se reduce a eso, quererse a uno mismo, al otro, odiar al vecino o a un pueblo entero, ambicionar el poder, el dinero, el dominio sobre los otros. El amor y su reverso, el desamor. Se siente extraña y libre mientras calcula cuántas calas escondidas habrá más allá de la montaña.
Lo importante es lo de en medio, siempre y cuando se tengan las riendas de la historia; si eres un lector no puedes hacer nada, sólo continuar leyendo o abandonar la lectura si no te gusta el rumbo que va tomando la historia. Cuando los autores son otros, sólo cabe aguardar el final o desviar el rumbo hacia otra cala.
Recuerda ahora los meses sumergidos, los minutos apáticos sin acertar qué hacer, ni qué decir, ni cómo actuar. Toda la historia se venía abajo sin argumento, el personaje principal ocupado en otras cosas y las circunstancias desfavorables; la suerte esfumándose como el humo de un cigarrillo. Tardó en darse cuenta. No podía hacer nada porque no había nada que hacer. Los autores de la historia eran otros; ella la lectora. Abandonar o continuar. Pero tardó en caer en la cuenta. A veces es duro dejar de leer cuando has puesto tanta ilusión al comienzo de una historia.
Así que se dejó llevar, a merced de los vaivenes que escribían los que entendían de eso, de la historia, y no hizo nada, ni por el aspecto de su pequeño piso ni por el suyo propio. Amarilleaban los azulejos de la cocina y en los rincones se afincaron pequeñas y grandes tejedoras. La enredadera se secó y quedó su cadáver reprochando el abandono. Los papeles lo inundaron todo; repisas, cajones, mesas.
La cala no es especialmente bella, pero atesora un cierto parecido con el joven rostro de una muchacha. Las aguas son cálidas y un niño se ha puesto el disfraz de buzo y vigila los fondos con la paciencia de un biólogo marino. Tal vez, de mayor, sea un pirata bueno (¿eso existe?). Los veleros despliegan sus alas en el lienzo azulón. La espuma blanca moja las rocas y los pies de la mujer.
Ella, que se dejó llevar por el bamboleo de lo que escribían los entendidos en la historia, no hizo nada. Y amarilleaba su piel y en todos sus rincones se le instalaron pequeñas arrugas invisibles e indelebles. Su mirada se opacó, reprochando el abandono. Los sucesivos capítulos anegaron su propia vida, sin dejar espacio para nada más.
No sabe cuándo decidió abandonar el marasmo y empuñar, cual vaquera del Oeste, el espray desengrasante y con él limpiar los azulejos y ver (entre asqueada y, curiosamente, poderosa) cómo la suciedad se deshacía en llantos oscuros que caían al suelo (por qué nunca se habla en las novelas de las pequeñas miserias de todos los días. Limpiar la cocina. Fregar el suelo. Todo eso existe. Será porque las novelas se escriben para hacernos olvidarlas). Empuñó su vida. Decidió abandonar la lectura y buscar el sendero hacia otra cala.
La mujer está sentada en un extremo de la playa. Un pedazo de mar, una tarde lenta, una novela forrada de papel de periódico y una historia por escribir.
P.D. La novela que lee la mujer en Cala Reona podría ser cualquiera. Pongamos que es Esperando a Robert Capa, de Susana Fortes. Un suponer.

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