sábado, 22 de enero de 2011

Beatriz Minichilo-Buenos Aires, Argentina/Enero de 2011

El violín de Adelma
 
La madre de Lucía quería aprender a tocar el violín. En su casa – me contaron- había un violín, yo lo llegué a ver. Estaba en el sótano, guardado en su estuche. Me hizo acordar a esos vestidos recién comprados que, no se sabe porqué, nunca llegaron a estrenarse.
Yo no sé si el violín había sido estrenado o no, aunque supongo que sí, que algunas notas llegó a emitir. Cuando lo vi, cuando lo encontré en ese sótano, no lo recuerdo con exactitud pero creo que tenía algunas cuerdas flojas. Tal vez había sido usado a escondidas. Esto lo supe después. En uno de esos momentos de secretos infantiles Lucía me lo contó. Su madre, como en toda tradición familiar, se lo había contado a ella en uno de esos acercamientos especiales que suelen darse entre madres e hijas, como quien transmite una herencia o se despoja de una carga. Porque la mamá de Lucía, Adelma, arrastraba esa frustración quien sabe  desde cuanto tiempo atrás.
El hecho es que Adelma quiso aprender a tocar el violín en su juventud y sus padres no se lo permitieron. ¡Cómo iba a tomar lecciones de violín una señorita de su casa! Eso era para las otras. Una señorita de su casa podía trabajar sí- en eso los abuelos de Lucía fueron permisivos – pero nunca ejecutar semejante instrumento. A Adelma le gustaban los números y desde muy joven se sintió atraída por la contabilidad. Para eso había estudiado. Eso sí podían aceptarlo, pero no el violín, el violín era una mala palabra.
Esa imagen del violín era la nube que le recorría la mirada cuando retrocedía a sus tiempos de adolescencia. Sin embargo, aunque sin poder acercarse al instrumento, pudo conservarlo. En su estuche negro reposaba como un cadáver, pero un cadáver aún tibio. Parecía que si uno lo abría y pasaba la mano suavemente por su madera, iba a resucitar con un blando quejido. Pero nadie tuvo el valor o sintió la curiosidad por hacerlo. Y Adelma menos, tal vez porque le recordaba aquella instancia dolorosa de su vida.
Analía lo sacaba de la caja por curiosidad pero nunca se atrevió a levantarlo, y si lo hizo alguna vez fue para tomar el arco entre sus manos. Entonces intentaba pasarlo por las cuerdas produciendo un sonido  que se asemejaba más a un chillido o a una queja que a algo musical. Y así el violín permanecía en su estuche en el sótano. Nunca supe que pasó después, si fue regalado a alguien  o desechado definitivamente. Sólo sé que persistió en mí esa presencia de un violín callado, dormido en su propio ataúd, tal vez guardando ese acorde que nunca llegó a concretarse y que, como los ojos húmedos de Adelma, guardaba esa lágrima a punto de caer, pero siempre suspendida entre las pestañas. La lágrima que no llegó a ser lágrima porque los ojos de Adelma se negaron a sí mismos el derecho a derramarla.
El violín fue así como un deseo oculto no expresado. Un deseo profundo, ardiente, pero consumido en su propia ceniza y fue la música que no pudo ser, la pólvora disuelta antes de estallar. Como las ansias, como el deseo sin concretar de Adelma que se fue destruyendo de a poquito dentro de ella sin que ella misma se diera cuenta. Eso fue lo peor. En su interior algo se rompió para siempre. Algo deseado que, como un vestido nuevo, Adelma no pudo ni siquiera estrenar. Lo tuvo ante su vista y lo vio resplandecer y apagarse como una luciérnaga. El violín era como la luz de una luciérnaga, una luciérnaga que sólo puede verse en un sueño porque en la realidad no es una luciérnaga sino una breve mariposa nocturna que expira al cabo de unas horas y su destino es como el del violín en su ataúd.
Adelma murió y por fin Lucía pudo derramar esa lágrima que había quedado suspendida entre las pestañas de su madre. Esa lágrima transmitida como una herencia, lo mismo que el violín.  Y fue como si el instrumento al humedecer sus cuerdas desgranara un único sonido, una única nota, la mejor de toda su mísera existencia de violín frustrado. Y por esa única nota estoy segura que el violín debe haberse iluminado en su caja, en su ataúd, sólo por esa vez, como una luciérnaga.

3 comentarios:

Laura Beatriz Chiesa dijo...

Beatriz: un bello relato, con un primer actor distinto, musical pero callado por los acontecimientos. Me gustó, te saluda,

Anónimo dijo...

original relato, donde hay música
hay poesía

anahí Duzevich Bezoz

Anónimo dijo...

Laura y Anahí: Les agradezco los generosos comentarios para con mi relato. les envío un gran cariño
Beatriz Minichillo