sábado, 23 de abril de 2011

Nemesio Martín Román- Arias, Provincia de Córdoba, Argentina/Abril de 2011

El juego de luces

Un leve y a la vez persistente dolorcito empañaba la alegría de la Nochebuena.
En esa humilde vivienda, había niños; niños ilusionados con el pesebre, los Reyes Magos y todo lo asociado al nacimiento del Niño de Belén. Uno de sus mayores deseos lo constituía el arbolito; sin él, la fiesta carecía de significado, perdía parte de su especial encanto. Así pensaban las cinco preciosas criaturas, cuyas edades rondarían entre los ocho años y uno y medio.
El padre, hombre humilde y trabajador, escogió una rama apropiada para construir el árbol. Poco después los niños aplaudían entusiasmados al verlo terminado. “Es divino”            -repetían locos de felicidad. La familia ese año iba a tener “su” arbolito de Navidad.
Entre todos recortaron trocitos de plástico y papeles de colores e hicieron adornos para colgar, quedó verdaderamente hermoso.
La mamá limpiaba casas de familia y, de a poco, con sus magros ingresos, compró regalitos para todos: para los más chicos algunos juguetes baratos; ropita y útiles escolares y zapatillas para los mayores.
Aguardaban ansiosos y expectantes la Nochebuena. Sin embargo, la dicha no era completa. Al hermoso arbolito le faltaba un juego de luces; sabían de la imposibilidad de adquirirlo, no podían afrontar semejante gasto.
Cenaron en silencio, perdida la habitual hilaridad; todos experimentaban la misma sensación. ¡Se habían hecho tantas ilusiones…! 
A medianoche: sirenas, petardos, bocinas y las campanas de la iglesia, anunciaron el feliz acontecimiento. Salieron presurosos y quedaron maravillados ante el magnífico espectáculo de innumerables fuegos de artificio; el cielo parecía un inmenso lienzo, donde un magistral artista plasmaba con su pincel figuras y colores de espectacular belleza.
De pronto, el más pequeñito dio un par de tirones al vestido de su madre y señaló hacia el interior de la casa.
A través de la ventana, vieron el arbolito cubierto por miles de lamparitas que titilaban, se encendían y apagaban, formando múltiples figuras que se desplazaban graciosamente, como ejecutando una danza triunfal.
El Ser Etéreo sonrió satisfecho y conmovido ante la tierna escena, y pensó: “Hay tantas luciérnagas en el mundo… cuán poco costó ver felices a estas criaturitas”. Y repitió emocionado su célebre frase: “Dejad que los niños vengan a mí”.

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