lunes, 19 de diciembre de 2011

Nemesio Martín Román- Arias, Provincia de Córdoba, Argentina/Diciembre de 2011

El cibernauta

 

Maldigo el aciago día en que compré el ordenador. ¿Quién me mandó? Yo, que siempre fui feliz, me encuentro ahora metido en un infierno por su culpa.
Al comienzo la relación fue perfecta, “escoba nueva, barre bien”. ¡Cuánta razón tiene el aserto!
Compartimos muchas horas de trabajo; la mágica ayuda de tan maravilloso auxiliar facilitaba mi tarea profesional como escritor. Recuerdo haberlo mirado con incredulidad, asombrado por sus conocimientos y eficiencia; hasta llegué a considerarlo el ayudante ideal y el mejor de mis amigos. 
Y ahora, esto. ¿Por qué fui elegido entre los miles y miles de millones que habitamos el planeta…?
Con la invalorable colaboración de Mágnum -nombre que le impuse al conocerlo-, mi nueva novela, “Espionaje perfecto”, crecía a pasos agigantados.
En honor a la verdad, debo decir que toda la culpa de mis infortunios no fue suya. Bien mirado, me corresponde el mayor porcentaje de responsabilidad.
Además de mis trabajos literarios se me ocurrió entrar en Internet, experiencia “súper”, “de onda”, que pareciese conferir a quien goza de dicho privilegio un status especial. Comprobé que ahí, en Internet, mi amigo era único, imprescindible. Guiado por él, de la noche a la mañana, “navegaba” como el mejor. Conocía tanto de Internet como de traducir el japonés, o el sánscrito, en definitiva… ¡Nada! Pero confiaba ciegamente en la capacidad y fidelidad de mi acólito.
El inicio fue lindo, ¡cuántas novedades! ¡Algo fantástico, inigualable! Conocí gente de todas latitudes y de diversa índole. Recorría el planeta sin moverme del sillón; tomando mate, escuchando música, o ambas cosas a la vez. “¡Un invento genial!”, pensé.
Siguiendo la costumbre de tantísimos cofrades, me introduje de lleno en un universo de fantasía: el “chat”; el chat… palabra mágica capaz de resolver los conflictos más complicados: soledad, estrés, aburrimiento, etc. En fin, resultó la panacea para las traumáticas e intrincadas situaciones emergentes de este mundo moderno, invadido y sometido por la fría tecnología e intereses despiadados e inhumanos. ¡Qué frasecita linda! ¿Verdad?
Tuve -justo es reconocerlo- innumerables satisfacciones: intercambios de opiniones y obras literarias con muchos colegas, posibilidad de relacionarme con editoriales, acceso irrestricto a informaciones generales y datos de certámenes, etc. Estaba tan a gusto como el pez en el agua y, como uno a lo bueno se acostumbra pronto, me movía como tal a lo largo, ancho y “alto” del “ciberespacio”, palabreja nueva ausente del diccionario muy utilizada en estos días (no sé con precisión qué significa, pero suena bien), ¿o no? Además, pronunciarla da cierta categoría; otorga a quien lo hace, en apariencia -sólo en apariencia, por supuesto- un superlativo coeficiente intelectual.
Maldigo ese buen día –ahora no lo considero tan bueno-, cuando, a comienzos del otoño, me zambullí alegremente en el chat; como consecuencia de ello al poco tiempo tenía un ejército de “amigos” diseminados a lo largo, ancho y “alto” del mundo. Nunca fui reservado, por lo tanto, conté vida y milagros a cada uno de ellos, o sea que el chat y los foros se convirtieron para mí en algo así como un confesionario, donde acudir a descargar aquello que bullía en mi interior. 
Por supuesto, ese intercambio suele traer aparejado un grave peligro. Sabía, por comentarios, de sujetos que se introducen en equipos ajenos, revisan archivos, roban material, bloquean e intervienen cuentas bancarias, extraen sus fondos, etc. No obstante, irreflexivamente, decidido a trascender, creé un sitio Web y fui alojando mis obras en él. Al descubrir algunos comentarios un tanto elogiosos de los visitantes, mi ego alcanzó proporciones descomunales, ¡hasta yo me asombré de lo ingenioso que era!
Seguí entregando informes y detalles –ficticios, por supuesto- que, de haber sido reales y caer en manos inescrupulosas, causarían –y me causarían- más de un dolor de cabeza.
Yo… ¿desconfiar de algo tan ideal, ¡el pináculo de la perfección!? ¡Jamás!
Sin embargo, previendo la posible incursión de algún advenedizo en mi ordenador para consultar o sustraer información confidencial e inédita, lo ubiqué en un rincón de la casa, disimulado y con escasa iluminación, así dificultaría la tarea de los “Jackers” (otro término muy en boga entre los cibernautas, a los cuales yo pertenecía hacía rato, por mérito propio, adquirido en mis largas horas de vigilia en Internet). Tendrían libre acceso únicamente al material ofrecido por mí, el resto estaba vedado a ojos indiscretos, me pertenecía y nadie debía meter las narices.
Ahora, ante esta situación tan violenta, veo lo ciego y estúpido de mi proceder. ¿A quién se le ocurre crear semejante trama y exponerla? ¡A nadie!
Sólo a una mente tan brillantemente desquiciada como la mía.
Hasta para ser loco hay que cumplir ciertos requisitos, no cualquiera tiene las aptitudes indispensables para ello… A mí, por lo que pude comprobar, me sobran. Soy un loco sobresaliente… Lo que se dice ¡un “señor” loco!
Me recomendaron extremar las precauciones para evitar la invasión de elementos indeseables, que tratarían por todos los medios de destruir mi equipo y todo su contenido. Me reí de esos consejos… ¡Invasiones a mí, a mí tan luego!
Haciendo gala de mi tozudez proseguí “compilando” datos, planos, fotografías e infinitos detalles del sistema de seguridad nacional y sus falencias –siempre existen-, y las distintas maneras de vulnerarlo. Me propuse dejar al descubierto el talón de Aquiles del Departamento de Defensa Nacional, tan celosa e ineficientemente guardado. Como dicha actividad no serviría de nada sin su correspondiente divulgación; propagué dónde, cuándo y cómo quise “todo lo investigado”, con lujo de detalles y sesudos comentarios de mi autoría. Me sentí sumamente hábil, poderoso, omnipotente.
Manejar libre e impunemente ese cúmulo de secretos de estado –aunque falsos- constituía mi mayor orgullo. Me había convertido en una de las mentes preclaras de la humanidad, quizá la más descollante. Atila, Julio César, Nerón, Colón, Napoleón; Galileo Galilei y cuanta personalidad se pueda mencionar o imaginar, es un liliputiense comparado con un Goliat del intelecto como yo. 
Saboreaba las exquisitas mieles del triunfo, disfrutaba plenamente de mi obra magna cuando recibí la primera amenaza…
El cartel con destacadísimas letras rojas anunciaba la presencia de una infección; no obstante, todo funcionaba con normalidad y lo ignoré. 
Algunos días después el aviso se reiteraba cada pocos minutos y operar el equipo ya no era tan fácil…
Luego sucedió algo que me trastornó, no me atrevo a divulgarlo; además, sé que podré contrarrestar el peligro… Voy a bloquear al enemigo. Sí, como suena, lo someteré por el hambre. Cortaré la conexión a Internet, así las tropas invasoras no podrán reabastecerse y serán un juguete en mis manos. 
¿“Ellos” atacando…? ¡Qué extraño! 
Debí ser más inteligente, hacer un caballo de madera, penetrar por sorpresa en su ciudad y tomar la plaza… ¿Cómo no se ocurrió? Ahora –aunque momentáneamente- me tienen a su merced…

En mis retinas y cerebro quedó grabada la fatídica frase: “¡Alerta! ¡Peligro… masiva invasión de troyanos!”

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