lunes, 23 de julio de 2012

Luis Benitez-Julio de 2012

LA REALIDAD, EL LENGUAJE


El acto de extender penosamente la memoria y la imaginación a unos signos y a unos sonidos que, repetidos, serán su representación, como lo estoy haciendo ahora, aparece cuando somos capaces de hablar de ese proceso, como algo ya instalado e, incluso, cuando ya hemos olvidado, con gran frecuencia, el esfuerzo que ese logro comportó. Sin embargo, para la historia de la humanidad, ese trabajo confiado al azar de la costumbre y a la urgencia de la necesidad implicó cuarenta mil años de aprendizaje, desde que los cazadores errantes por lo que después sería Francia y España, confiaron a unas imágenes y a unos gruñidos probables la misión desesperada de acercar la comida a las manos que pintaban y a la boca que profería.
Signo y sonido, pese a ello, no hacían otra que iniciar su camino y podemos decir que el hombre no hizo, en su transcurso, otra cosa que poner los pies sobre las pisadas de uno y otro: cuando el vasto universo todavía no albergaba la idea de que sujeto y objeto eran posibles de distinguir, el lenguaje –oral  y escrito- se hizo necesario para esa  operación, a la que estimo no menos mágica que la atracción de un animal o el alejamiento de un meteoro. Ya entonces, en lo remoto, surgió esa lenta comprensión de la posibilidad de vocación de lo distante por el solo hecho de nombrarlo y la otra, simultánea, de una vez hecha la evocación, presentarla a la imaginación con todo el poder de simbolización que ésa, su imagen, traía aparejada. Sí, allí está el pez pintado en la proa de las naves egeas que resucitó un vagabundo ciego cuando en su tiempo ya eran lo pretérito; el toro completo y lunar convocado por su sola cornamenta en las terrazas de un palacio de Creta;  el perfil negro de la cabra  montés en las vasijas del Elam, y el escorpión de oro que, junto al rostro de un antiquísimo adolescente, rey del Alto y Bajo Egipto, son como los primeros palotes de un niño que intentaba así retener los significados que, irremisiblemente, el tiempo arrasaría con sus ignorados autores. Alguna vez, esas imágenes tuvieron su correspondencia en un sonido.
Y para el hombre, esas imágenes y esos sonidos, representación de una realidad inapresable de otra manera, terminarían siendo –aunque se detenga a razonar en ello, no escapará al hechizo del lenguaje, ya que para el mismo razonar necesita del lenguaje- la realidad misma.
La realidad plástica del lenguaje será siempre mucho más moldeada que la otra, aquella que, es probable, a nuestra especie no terminará de revelársele, que ya estará nuestra especie, como tantas otras, en el olvido. Ella y su engañoso instrumento habrán fracasado en su asalto.
Mientras tanto, nos queda ese propósito y ese destino probable. Un sentido como éste, entre los miles de sentidos que guarda un solo verso, fue tal vez el que hizo grabar en la primera de las doce tabletas de arcilla que representan el Cantar de Gilgamesh, versión escrita quizás de una epopeya oral mucho más antigua, su ignorado autor, gobernante, hombre de armas o sacerdote del injusto dios Enlil:

El fue sabio entre los sabios,
penetró los misterios, supo el secreto de cuanto estaba oculto,
reveló cuanto hubo en los días pasados, antes del Diluvio.
Su vida fue un largo viaje, aprendió sufriendo...

Con variaciones, estas características asignadas a un héroe son en nuestros días asignadas a los poetas o al menos, eso se espera que obtengan en su largo viaje. Tomás Carlyle dice que los hombres siguen una secuencia de decadencia;  son primero el  héroe guerrero, luego el profeta, después el  escritor.  Todo escritor encuentra grata esta ascendencia.
El esfuerzo por alcanzar este sueño de penetrar los misterios y conocer los secretos de cuanto se encuentra oculto, lo realiza el escritor por un camino que es, además, su única arma en el trayecto y también su meta última. Tal es el lenguaje. De su elección del mismo dependerá entonces por dónde quiere llegar el escritor, con qué poder y a dónde. También, su cuándo.
Este, como todos los libros, tiene ya marcado el lugar de su arribo. En otro tiempo era lícito decir que desde la primera línea, por eso sonará demasiado determinista a los desasosegados partidarios de las fórmulas que determinan el valor de lo presente, así que omitiremos nombrarlo. Estimativamente, pienso que ha llegado allí, a ese sector de la realidad del lenguaje, con el lenguaje que debía usar. Como lo hizo el primer libro y como lo hará el  último.


Luís Benítez
Buenos Aires, invierno de 1987


 ”La Realidad, El Lenguaje”, texto de Luis Benítez a modo de Introducción de la primera edición del libro “Obras completas en verso hasta acá” de Rolando Revagliatti (Ediciones Filofalsía, Buenos Aires, 1988).

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