lunes, 24 de septiembre de 2012

Ascensión Reyes Elgueta-Chile/Septiembre de 2012



DE RIELES Y DURMIENTES
(Prosa poética)

            Avanza como imagen de alma en pena, atravesando ciudades y poblados, llanuras y montes, con su  serpenteante y raudo deslizar, tomando pasajeros aquí y allá, con destino a la eternidad. Sinfonía de rieles y durmientes, acompasado sonido que marca el tiempo.
            El primer pitazo, largo, agudo, potente, sacará de su letargo al brioso fogonero, para que alimente sin parar la insaciable caldera con paladas de hulla, una tras otra, una tras otra, como nutriendo su recuerdo. El esfumado convoy corre como el viento, devorando distancias en su viaje al infinito. Mientras el maquinista vigila con atención su marcha. Bielas y pistones en movimiento sincrónico mueven las pesadas ruedas, en su carrera sin fin, sobre aquellos rieles radiantes. De pronto, la chimenea resopla un agudo pitazo que más parece un potente suspiro, dejando una estela de humo, anunciando su presencia por las praderas de la ilusión.
            Equilibrándose con maestría de vagón en vagón, pasa el inspector calando los boletos con su misterioso instrumento. Luego, balanceándose al ritmo de las curvas pasa el mozo, con su bandeja en alto, surtida de jarras y tazas,  y un canasto con tentadores emparedados de queso y jamón, un apetitoso “tentempié”. Más tarde, asomará ofreciendo bebidas con sorbetes de trigo. El convoy ya está próximo a penetrar en el túnel del pasado, al otro extremo, los pasajeros gozarán con el recuerdo de sus días color rosa, colmados de sueños e ilusiones.
            Otro leve pitazo anuncia una solitaria estación. Algunos equipajes esperan en el andén, maletas colmadas de rostros olvidados y canastos desbordando anhelos no realizados. Manos invisibles se encargan; todo es incorporado al vagón de carga.
            Y así como el largo vuelo de una golondrina, el tren por fin ha llegado a destino. La máquina frena al gemido de mil violines, con su rechinar metálico. La desierta estación pintada a la cal, tan blanca como el alma de los pasajeros que descienden, espera silenciosa. Sujeto a su pared, una vieja y adormilada glicinia florida, les da la bienvenida.
           
            En un paseo cualquiera, queda tan sólo el cascarón de la anciana locomotora que nostálgica suspira bajo su gastado abrigo, cubierto de herrumbre.

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