miércoles, 16 de enero de 2013

Alba Bascou-Buenos Aires, Argentina/Enero de 2013



EL SÍNDROME DEL DELANTAL BLANCO

         A Anita se la veía extraña, preocupada y ella misma comentaba que su cabeza era una especie de televisión donde distintos programas y operadores le daban vuelta entre sus neuronas. Si bien éstas le seguían haciendo sinapsis, no podía explicarse por más que pensara en Ling Yutang, a  Marx estacionado  con  Piaget y Paulo FREIRE, ciertas actitudes de quienes dicen que están capacitados para el arte de curar.  Desde ya, que quiso imaginárselo a Hipócrates. El quid quizás esté en que lo tienen desde lo manual o desde un supuesto análisis, muchas veces erróneos, pero carecen de la formación hacia el tratamiento de la gente.
       Mientras le contaba a su perro, quien atento escuchaba parando sus orejas y bailando su cabeza como diciento te entiendo,  Anita se remontó a distintos momentos de su historia médica  y si bien a esta altura las lágrimas no se derrapaban por sus ojos, ese apretón en la garganta por el que seguía tomando rivotril, la sorprendió. Entonces, recordó la pérdida del útero y de uno de sus ovarios que cariñosamente portaba nada menos que cinco quistes y que alegremente el cirujano le había comentado que  al apéndice, no habían hecho  a tiempo de extirparlo porque ella se había descompensado. Lo mejor de todo es que agregó que no sabía dónde había quedado,  más allá que cuando la dio de alta le confesó que le gustaría inaugurarla. Sorprendida y rápida por salir del consultorio, quedó como baluarte su bombacha. En otro momento, y gracias a las veredas en el estado que vienen estando,  tropezó saliendo de la UCEP, donde venía reclamando la mal liquidada jubilación -a pesar del juicio Badaro- y voló cual un gorrioncito hembra de los que introdujo Samiento, y para no dar de lleno con la cara puso su mano. Hecha la consulta, los dedos quedaron corridos como si estuviera interpretando al piano,  una obra de Bach. Buscó y consultó y logró que la atendiera un jefe -no sé si general- pero bastante parecido,  quien en cuanto la saludó con un modo afable y respetuoso, sin preguntas sólo con la mirada le echó a la cara un Ud., tiene una mano en ráfaga, y a continuación le aclaró que sufría de un a artritis rematoidea. Ante eso, el corazón de Anita lo llamaba a su cardiólogo de control, ya que por los 40 años cuando ella decía que cuando se emocionaba se le transformaba en tambor, habían descubierto en una Clinica de Olivos que padecia de un prolapso de válvula mitral. No contento con el tamborilleo, el informado especialista en manos, le preguntó a Anita, si conocía algo de pintura. Desde ya que siempre ella había recorrido los museos no sólo del país sino de distintos lugares del mundo y amaba la Historia del Arte. Tranquilo el cirujano le habló de Renoir, si ella conocía cómo había terminado sus obras. Anita recordó que lo había hecho utilizando la boca en lugar de la mano y un frío tremendo le corrió por el cuerpo, ya que este hombre le adelantaba cómo iba a seguir escribiendo. No escuchó ni las citas para la operación, sólo pensó en la puerta para salir y meterse en su auto y estallar en llanto. La intervención de otros dos, más tarde, uno de ellos, con 90 encima y transitando en silla de ruedas  que lucía en todas las paredes del consultorio fotos de gente famosa que la había sufrido, pudo tranquilizarla. Contribuyó una tercera, esta reumatóloga mujer, cálida, que le dio la misma explicación, ya que los distintos análisis sanguíneos no mostraban la portación de ese mal.  Pero el tiempo pasa, y dado que su cardiólogo se encontraba en Viena, por  indicación de su clínico visitó otro cardiólogo, quien como ella iba por una prepaga,  le aclaró que sólo tenía 20 minutos para atenderla. Está demás aclarar que la cobertura era de una privada nada económica. Fue emocionante  cuando quiso hacerle un electro -desconozco qué pasó con la máquina- ésta hizo un estallido y se cortó la luz, según el relato. Al retirarse, la conclusión de este hombre fue la de “Ud., habrá roto muchos corazones”. Anita lo miró con lástima y asombro, mentalmente se acordó de toda la familia del cardiólogo pero sólo, clavándole sus ojos, le contestó: a mí también me lo rompieron.  Furiosa ya no sabía en quién confiar dentro del arte que le llaman “ de curar”. Entonces, se le ocurrió volver a su clínico, quien venía insitiéndole que se operara de un halux valgus desde hacía tres años y de lo que ella renegaba por haber tenido una experiencia que le otorgó dolor y su pie seguía lentamente inclinándose contra la derecha, dado que debía obedecer el mandato  de su inconsciente, ya que siempre prefirió la izquierda que es la del corazón.La contestación fue rápida. Con su rostro un tanto serio, sólo acotó “y bueno, dentro de un tiempo no va a caminar más”.Por la ventana de la sala, sentada en la camilla, vio cómo se estremecían las hojas de los árboles de la calle. Los truenos y la lluvia reflejaban, acompañándola,  sus sentimientos.

                 Ahora, ya llegó el tiempo en que Anita armaba las fogatas de San Pedro, por honor a su abuelo que llevaba ese apellido y también por eso de ser fiel a las tradicones-depende cuáles- .Las activas neuronas  continúan peleándose entre ellas porque algunas consideran que sería bueno calcinar a esos ejemplares hipocráticos  en ellas. Freud, atento en su interior,  le susurra que sería violación de género.  Por lo tanto, los últimos publicaciones sobre mujeres encendidas no por el amor sino por el fuego, hace que esas neuronas vuelvan a su lugar y convenzan a su subconsciente de que la existencia del síndrome del  guardapolvo blanco es real como también lo son los medicastros que creyéndose encilopedias no desarrollan  sentimientos  humanos.
                Más tranquila, Anita, feliz de haber podido soltar libremente sus neuronas, exhala un suspiro que tiene el sonido de un trueno. Su compañero,  sentado en el sillón del living, al escucharlo corre hacia el escritorio y besa sus manos con deseperación, temeroso. Anita lo mira, dulcemente, agradecida, y lo aprieta contra su pecho besándole la mejilla. Mientras, él, Ráfi,  ladeando su cabeza y elevando sus orejas, le ofrece su peluda pata blanca.
               Una diminuta pulga, azorada, salta rumbeando hacia algún sillón y termina escondiéndose asustada, detrás de la foto de Sigmund.

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