martes, 1 de enero de 2013

Alberto E. Feldman-Buenos Aires, Argentina/Diciembre de 2012


                                                 

Regalos de Navidad                     
  
          Marcela me espera en la puerta del geriátrico. Al doblar la esquina la  veo de perfil,  de espaldas a la puerta, con la guitarra en bandolera  y una expresión  muy tranquila.
No es mi caso; yo estoy bastante ansioso. Hace muchos años que pretendo, con mis limitados recursos musicales, tocar  ante una audiencia que pueda disfrutar de ellos, y  ser el mensajero que  trae  el recuerdo grato de una música de tiempos pasados. Ese momento llegó hoy.
     Como tengo la edad  de muchos de los ancianos que voy a encontrar aquí, puedo recordar qué temas se bailaban, se cantaban o  se escuchaban  en aquellas épocas. Traigo mi  clarinete y  un poco del ritmo y las melodías que van desde Gershwin a los Beatles.
 Un par de días antes de Navidad, mi amiga Marcela, que movida por su condición humana viene aquí todos los viernes, enterada de mi anhelo, me dio la oportunidad de acompañarla. Trae en su carpeta  canciones folclóricas y tangos  en cuadernillos que reparte a quienes  quieren cantar con ella, que son muchos y con gran entusiasmo, según me contó, y me quedó claro, mirándolos y escuchándolos, que intercambian con ella una corriente de afecto que muestra lo que la quieren y  lo mucho que estiman su tarea.
     Cuando entramos al amplio salón, algunos pensionistas  la saludan con efusivas muestras de cariño y  cuando me presenta, primero me miran con curiosa simpatía y  luego intercambiamos nuestros nombres.  Raquel, menuda,  con unos enormes ojos azules detrás de sus gruesos lentes,  nos cuenta, alegre como una castañuela, que  el día anterior había sido su cumpleaños y  cumplido  los ochenta. No los aparenta en absoluto;  pero no todos están en el mismo estado físico y mental. Unos pocos están aislados en su mundo, con una expresión ausente, ajenos a lo que sucede alrededor suyo, impenetrables como estatuas, con unos ojos que parecen  mirar hacia adentro,  tal vez guardando para sí  imágenes de  seres  y lugares del pasado.
      Una vez acomodados todos  alrededor de la gran mesa, preparamos los instrumentos y nos alternamos con Marcela para cantar y tocar.
 Ella  me hace notar  que  una pareja de expresión vivaz, muy participativa,  se había formado allí hacía unos meses. Se toman de la mano, mirándose con ternura a los ojos,  sin aislarse del resto. Luego cantan con mucha  garra. No son más jóvenes que los demás, pero lo parecen,  y  frente a mis propios fantasmas, aprendo  casi a los setenta años que la mayor  tragedia  de la vida no es la  enfermedad ni la vejez,  es la soledad.
     Después que  un coro más entusiasta que prolijo, guiado hábilmente  por Marcela, cantara  “Los sesenta  Granaderos”, “El día que me quieras” y el vals “Pedacito de cielo”, hago mi primera entrada.
      Elijo, para empezar, un tema  muy  romántico y entrador de Cole Porter: “Te llevo bajo mi  piel”,  con  un ritmo muy marcado.  
Aunque estoy  bastante más tranquilo por el ambiente favorable y cordial, como a todo principiante  me caben las generales de la ley. Es así que  el ventilador de techo hace volar las partituras,  que aterrizan debajo de la mesa, al recogerlas hago caer el atril al suelo,  y cuando   Marcela, que me acompaña,  me hace una señal para comenzar,   me atraso  varios compases,  pero por fin puedo  engancharme.


   Frente a mí está sentada Carola, si no la más anciana, quizás la más deteriorada del grupo, alejada de la mesa  por el  soporte metálico del que pende  el suero que
 la alimenta. Desde el principio yo trato de desviar mi mirada de ella. Me parece una falta de respeto mirarla y  tocar.
     Su cuerpo sin tono muscular, se desparrama en  la silla, sus brazos cuelgan  inertes a los costados. Sus ojos, a medias cerrados, no tienen expresión, y su boca, abierta, parece más grande  por la flacidez de su mandíbula.
     Cuando arranco con la segunda pieza, me llama la atención  un rítmico  temblor en sus pies y me digo a mí mismo, con  la amarga ironía  con la que suelo ocultar la angustia: “¿también Parkinson?...”
   Pero yo debo ser  ciego además de  ignorante. Marcela también había visto lo mismo que yo, pero supo interpretarlo con los ojos del Alma, y dejando la guitarra en el suelo y  pese a su físico pequeño, se aproxima a Carola,  la  levanta tomándola  delicadamente por la cintura con una mano y con la otra sostiene  el soporte del suero,  mientras yo, perplejo, cambio de  ritmo y durante unos maravillosos  minutos, los tres, Carola, Marcela y el soporte del suero bailan un mágico vals.  ¡Qué bien que te hiciste entender Carola!... ¿De dónde sacaste fuerzas, Marcela?...
    Todos aplaudieron. Carola sonrió levemente, con esfuerzo. Todos tuvimos nuestro regalo de Navidad.  Ese día aprendí algunas cosas.

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