miércoles, 16 de enero de 2013

Ascensión Reyes-Chile/Enero de 2013

EL GUACHIMÁN

            Sentado en una mesa del concurrido restaurante porteño, la Playa, en Valparaíso, Fabio estaba a la espera de su pedido. Mientras mordisqueaba un trozo de pan batido, untado en un sabroso pebre, anticipado por el garzón. Esta vez había dispuesto darse un gusto, el día anterior le habían pagado su sueldo y había cancelado todas sus deudas, que no eran muchas, y ello lo hacía sentirse contento. Su banquete consistía en: una paila con camarones al pilpil, y una cazuela bien condimentada, con todos los ingredientes que debe llevar.
            A las 9 PM. Debía abordar una lancha para ir a su trabajo como cuidador nocturno en el buque de carga “Buena Esperanza”, a la gira en la bahía.
            Mientras comía su exquisito menú y escuchaba las melodías del recuerdo que llegaban del viejo Wurlitzer, arrinconado en una esquina del salón, vio pasar muchas personas que entraban y salían del local. Una de ellas, en particular, le llamó la atención. Una mujer como de su edad, cincuenta años o talvez menos, había solicitado permiso para ir al baño de damas. Al regreso, pasaría cerca de su mesa. Fabio estuvo atento para cuando ésto ocurriera.
            Ya al entrar, algunos varones de la barra del bar, habían notado su presencia; a él le pasó lo mismo. Llamaba la atención no sólo su figura, sino además su prestancia al caminar. Creyó recordar a una chica de sus tiempos juveniles. De pronto apareció la estupenda mujer y miró en todas direcciones, como buscando un lugar donde acomodarse. Fabio sin pensarlo mucho la abordó:
            -Perdone, me pareció un rostro conocido. Por casualidad es usted Rebeca, que vivía en el Cerro Cordillera, en la calle Díaz Garcés.
            La mujer quedó mirándolo intrigada: -Sí, claro! Me llamo Rebeca, y ahí viví con mis padres durante muchos años.
            -Yo soy Fabio, ¿Te acuerdas que fuimos compañeros del comercial?
            -¡Oh! Por supuesto. ! Claro que me acuerdo!- ¡Qué chico es el mundo, ¿No?! Y le pasó su mano para saludarlo. Fabio no se contentó con este saludo. Le tomó la mano con más fuerza y la atrajo hacia sí en un fuerte y amistoso abrazo, por los muchos años que no se habían visto. Rebeca un tanto desconcertada, explicó su presencia en el bar:
            -Pedí permiso para usar el sanitario, y cómo debo consumir algo, estaba buscando un lugar dónde ubicarme.
            - ¡Pero, por supuesto!, te sentarás conmigo,- dijo acercando otra silla a la mesa. – ¿Quieres que te sirva lo mismo que yo pedí? o bien otra cosa. Pide lo que quieras. Tenemos tanto que conversar. El rostro de la mujer había tomado un tinte rosado, a pesar del frío de sus manos. Sin duda los recuerdos de antaño rondaban entre ambos.
            Habían sido “pololos” de juventud, ambos iban al Instituto Comercial, en diferentes cursos. Él más adelantado que ella, pero a la salida de clases, él se daba maña para toparse con la chica e ir juntos camino a casa. Esta sana compañía duró hasta el primer “malón”, al que los padres de Rebeca le dieron permiso de asistir con Fabio, muy recomendada, sobre todo en el retorno a casa. “Las 12 de la noche era la hora indicada para el regreso de una señorita decente”, dijo su padre con el ceño fruncido. A las once y media estaban en camino de vuelta, pero para hacerlo más largo, habían decidido subir la empinada escala, al lado del Ascensor Serrano, cerrado a esa hora.
            Los pícaros grados de alcohol, proporcionados por el Clery (vino blanco, mezclado con Bilz, Papaya, y bastante fruta picada, manzanas, naranjas y plátanos), la bebida obligada para los varones, en cada evento juvenil. Algunos canapés en pan batido o de molde, con paté y pastas de queso y jamón, confeccionadas en casa, complementaban el festejo. El baile, la bebida y el ambiente juvenil que habían compartido, hizo que el ánimo de ambos, estuviera alegre y  predispuestos a comportarse con cierta audacia.
            Rebeca, de pronto se restregó un ojo diciendo que le había entrado una pestaña. -¡Sácamela!- le dijo a Fabio. El muchacho se acercó solícito, pero antes que pudiera mirar ya se estaban besando apasionadamente. Y así el romance siguió por dos años. Eran los que faltaban para terminar la carrera de Contador para él y Secretaria para ella.
            La última vez que la vio, fue cuando desde lo alto de un camión de mudanzas, se despedía en un adiós que sería hasta nunca. El padre de Fabio había recibido una oferta de trabajo en Puerto Montt, con casa incluida. Por ello debía partir, rápidamente, para hacerse cargo de su puesto.
            Las distancias enfrían las pasiones, es el razonamiento más simple y certero, unas pocas cartas y más adelante el silencio. Rebeca pasó a engrosar el primer lugar, de una larga lista de novias, pololas, amantes y convivientes, que vinieron después.
            La conversación fue larga y provechosa para Rebeca y Favio. Ella le contó que había sido madre muy  jovencita, dedicándose a su hija y a sus padres, hasta que ellos murieron y ya su hija se había titulado de Ingeniero.
            Pasó la hora de la lancha y mucho más, Fabio se comprometió de acompañarla hasta su casa. Él se quedaría en un hotel cualquiera. La excusa en su trabajo, una enfermedad repentina. En ese momento el Wurlitzer desgranaba los acordes de un bolero que, para ambos, traía el recuerdo de su encendido romance juvenil. Ya quedaban pocas mesas ocupadas, por ello Rebeca aceptó. Ambos, cogidos por la melodía, se unieron en un baile pleno de emociones y añoranzas y ¿por qué no también sueños? de un futuro inmediato.
            Regresando a la mesa, decidieron que era el momento de partir, era la primera hora del día siguiente. Un último brindis con el exquisito vino que había pedido Fabio, para amenizar la conversación. Luego le ayudó a colocarse el abrigo y la bufanda. Por su parte se puso su chaqueta acolchada y su infaltable sombrero que protegía su pelo cortísimo.

            Al salir a la puerta del restaurante, un frío viento los cogió como en un torbellino. Desdibujando a Rebeca, la calle, el lugar y todo su entorno. Fabio había escuchado un  fuerte golpe a estribor que lo despertó totalmente. Seguramente el vaivén propio de la marejadilla había corrido una lata. Se desperezó igual como lo haría un gato después de una siesta, y salió del recinto que lo acogía en las largas noches de guardia, entre ronda y ronda. Pero este sueño recurrente era uno de los motivos que lo mantenían dispuesto a seguir luchando por sus tres hijos, la mayor, reconocida siendo una mujer y sus otros dos pequeños.  Rebeca, su mujer, ya era historia, pero igual, cada quince días la iba a visitar a su tumba. 

1 comentario:

Marta Susana Díaz dijo...

Me gustó y me atrapó. No supuse en ningún momento ese final. Bien relatado y atrapante.
Felicitaciones.