miércoles, 20 de noviembre de 2013

Ainhoa Bárcena Escarti-Madrid, España/Noviembre de 2013



Lucía y él

A Lucía le gustaban los rituales. Los sentía como extensiones de su propia personalidad que lo convertían todo en un arte más complejo de hacer las cosas. Por eso, todo, incluso lo más sencillo cobraba sentido. Le gustaba llamarlos rituales, pero en el fondo sabía que era un poco maniática. Ese era un debate que nunca lograba ganar contra su psiquiatra. Pero ¿qué sabía su psiquiatra?………. Nada, obviamente. Era un ser sin vida, frío, a la sombra de sus enormes gafas de pasta, sentado ahí, mirando la nada. Sabía que no la escuchaba cuando hablaba. Estaba segura. Algún día lo comprobaría y justo entonces ganaría la lucha. Como cada día, en su horario mental todo se cumplía escrupulosamente. Era viernes, día de caza con sus amigas. No le gustaba cazar, nunca lo hacía. Solía fingir interés pero no le interesaba nadie. Ninguno podía entrar en ella. Un par de veces en su vida lo intentó con ganas, incluso llegó a pensar que había sentido amor. No fue así. Las personas no solían entender lo delicado que era el equilibrio. Llegaban siempre como efusivos terremotos, desestabilizándolo todo. Ella tenía tiempo para el caos ejemplo era la noche de caza, sin embargo si se dejaba llevar por el caos sabía que todo se hundiría. Esa noche se vistió, se maquilló, se arregló el pelo, las uñas y se convirtió en todo lo que su revista femenina decía que tenía que ser una mujer. Salió con sus amigas a romper la noche. Ellas bebían, bailaban, se divertían, jugaban con algunos, perseguían a otros. Lucía nunca dejaba su refresco cítrico que simulaba tomar con alcohol.  Salió a bailar a la pista con sus amigas, al son de la música que se dirigía a través de un pum pum incesante a sus oídos. Sin esperarlo, le vio. Se parecía alguien conocido. Sabía que nunca había visto esa cara, ojos grises y pelo rubio. Nunca le habían gustado los rubios pero seguía mirándole porque él la miraba con una sonrisa de esas que dicen todo para no decirte nada y guardárselo. Ella se acercó y él dejo de sonreír. Se fueron juntos de allí sin decir nada. Él en ningún momento dejo de mirarla fijamente a los ojos teniendo cierto control místico hipnotizador y electrizante sin apenas decir nada. Con sonrisas extrañas y delictivas entrecortadas se fueron a casa de ella. Allí comenzó un ritual no nuevo, pero sí poco usado. Pasaron días de puro vigor y sin sentido. Meses más tarde una mañana se despertó y le escuchó roncar a su lado. Se levantó y no recordó qué era lo primero que tenía que hacer. Se volvió a la cama, se abrazó a su pecho y decidió dejarse llevar.

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