lunes, 20 de enero de 2014

Alberto Feldman-Buenos Aires, Argentina/Enero de 2014




                                            Machetes  en el asfalto
    
            Hace sólo un momento que acabo de llegar a casa, pero no pude evitar sentarme inmediatamente en la computadora y escribir esto que estás leyendo.
   Cada verano  me fui poniendo más viejo, y son muchos veranos. Me  fui olvidando poco a poco de  esos aires de Navidad que comenzaban los primeros  días de diciembre, cuando terminaban las clases,  entre el olor de los jazmines y los duraznos, los chicos jugando bajo un sol de fuego y la mirada vigilante y protectora de nuestros padres.
    Insensiblemente nos deslizábamos  hacia el próximo año,  con esa parada tan emotiva  en el encuentro  familiar de Nochebuena,  donde todo prometía ser bueno y feliz  para siempre. Luego,  verano tras verano me fue ganando el desencanto.
     Pero hace un rato, no más de una hora, volví a recuperar el significado del 24 de diciembre, y volveré a sentirlo mañana como cuando era un niño de diez años, hace  ya más de sesenta.
   Pero basta de cháchara,   que aquí va la explicación.
    Vengo del dentista, donde desde hace casi  un mes voy dos veces por semana por un largo tratamiento.  Viajo desde Belgrano hasta Villa Pueyrredón, y de regreso tomo el ómnibus 107 ó el 114 en la esquina de las avenidas Mosconi y Constituyentes hasta Cabildo.
   Mosconi es una ancha avenida de una sola mano, y esperando por primera vez el ómnibus, hace casi un mes, observé a un muchacho de rasgos aindiados, de no más de diecisiete o dieciocho años, que como tantos otros,  trata de sobrevivir mostrando a su público,  en su mayoría automovilistas al principio  indiferentes, lo que sabe hacer,  cosa  que,  como vi muchas veces,  lo hacía  merecedor  tanto de un aplauso como de una aprobación en moneda.
   Me dejó paralizado de asombro. Dejé pasar varios colectivos y repetía su número cada corte de semáforo, una vez  tras otra.
   Su número era de circo,  de los mejores circos. Hacía malabarismos no con pelotitas ni clavas de madera, sino con  tres machetes de gran tamaño, que golpeaba uno con otro cada tanto, para probar su legitimidad con su pesado sonido metálico.
    Los arrojaba a gran altura, girando, y los recogía  con seguridad por el mango. Cada tanto se desplazaba un poco y tomaba uno de ellos de su espalda,  por supuesto sin mirar, y lo volvía a  la ronda con los otros dos machetes. Lo mismo hacía levantando una pierna y pasándolo  por debajo de la rodilla, e incorporándolo luego en sincronía al  ciclo de los otros dos elementos, todo a gran velocidad.
   En un momento,  colocó un machete vertical con el mango sobre su nariz, y caminó varios metros teniéndolo en equilibrio mientras arrojaba los otros al aire, siempre girando, recogiéndolos y volviéndolos a tirar, hasta que con un impulso de su cabeza arrojó al aire el que tenía montado en su nariz  y lo incluyó otra vez en el trio de machetes voladores.
  Nunca perdió el control sobre sus filosos instrumentos ni fue ninguno a parar al suelo. No había visto nunca nada igual. Quien tiene un dominio neuromuscular semejante, es un fenómeno. 
   Mientras esperaba  el cambio de luces para exhibir su número, el muchacho se acercó a la parada de ómnibus, lo que aproveché para  felicitarlo con admiración.
  Lo volví a ver cuatro o cinco veces sucesivas, coincidiendo con  la espera del ómnibus después de cada  sesión con el  dentista.
   Le pregunté  donde había aprendido su destreza y si sabía que lo suyo era un espectáculo circense de mucha calidad; también le dije que debía hacerse conocer por medio de la televisión o la radio; a lo que contestó que  varias personas  le habían dicho antes lo mismo.
     Aseguró que lo que sabía, lo había aprendido en la calle, de otra gente que como él, vivía también en la calle,  que no quería obligaciones ni horarios,  era libre y ganaba lo suficiente, moneda a moneda, haciendo lo que le gustaba.
   Lo decía todo en un castellano perfectamente claro pero con un acento  cantarino  que  mostraba  a las claras su origen guaraní.
   La firmeza con que decía esto y  la expresión de sus ojos,  parecían un canto a la libertad. Por un momento casi me convencí  de que era un ser libre y feliz.
  Meditando sobre esto al  llegar a casa,  llegué a la conclusión de que  un gran dolor y una gran resistencia al mismo tiempo, podían  combinarse en una persona  y hacer soportable la soledad de la calle, el dolor de alguien entre una multitud ajena.
      El  viernes  pasado  lo vi  trabajando más rápido que de costumbre. En los quince minutos que estuve esperando el ómnibus, no descansó.
   Cuando cambiaba la luz y terminaba su acto en Mosconí, volaba a  Constituyentes y así alternó su número sin descanso entre las dos avenidas. No sé cuantas veces lo habrá hecho ni cuantas horas al día, pero hoy 23 de diciembre, terminé con el dentista y  me extrañó no ver a mi joven fenómeno luciéndose en  el cruce de las dos avenidas con sus machetes.
     Me acerqué al puesto de diarios de la esquina y le pregunté al  hombre si sabía algo de él.   -Si señor, me dijo-. Andrés vino a Buenos Aires hace cinco años a buscar a su padre, pero no lo encontró.   Ayer completó el dinero del pasaje  para volver a Oberá, Misiones, a pasar  la Navidad con su  madre, ¡Hace  cinco años que no la ve!...
     Me sentí muy feliz de haber sido testigo  de  este episodio de la calle.
 Mañana  celebraremos  Nochebuena y pasado Navidad, pero desde hoy, para mí, diciembre volvió a oler a jazmines y  duraznos.

  
 


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