miércoles, 23 de abril de 2014

Marcos Polero-Miramar, Provincia de Buenos Aires, Argentina/Abril de 2014



LA AYUDANTE DEL GRAN POETA
                                                                                                               
Desde el principio supe como iría a terminar esto, aunque no quise admitirlo. Creí vislumbrar algún talento en él, o me engañé, obnubilada por sus ojos profundos y su voz insinuante. Era hermoso, seductor, lo conocí cuando era joven, tenía ambiciones feroces y un traje gastado y con arrugas, seguramente herencia de alguien más corpulento.  
Cuando me recitó su primer poema, al cabo de un mes de conocernos, noté que le faltaba mucho pulido. Lo corregí, le cambié todo lo que consideré necesario. Se lo mostré totalmente transformado. Pensé que se enojaría, sin embargo lo que yo había trascripto, él lo  aprobó con mucho respeto. Así comenzó su carrera de autor.
No tenía donde caerse muerto y me ofrecí a ayudarlo en todo. Vivía pendiente de él, lo acogí en mi casa, lo mantuve. Me fui enamorando. Al poco tiempo nos convertimos en amantes. Casi le dictaba lo que tenía que escribir. A sus poemas los daba vueltas, los ponía del revés, los hacía renacer. De ésta manera ganó su primer concurso.
Nunca pretendí fama ni reconocimiento. Disfrutaba mi profesión de correctora. Nunca había escrito en forma profesional, sí tenía larga experiencia en reparar escritos de toda índole: Poetas afamados y principiantes mediocres acudían a mí.
Lo presenté a un editor y  pagué los gastos del  libro. ¡Un éxito! Poco a poco fui deslizando mi estilo en las sugerencias y correcciones pero trataba de que él no se diera cuenta. Lo halagaba, le daba todo el crédito. El aceptaba desconfiado, como esperando algo mas, un reproche, un reclamo. Había un mutuo y silencioso pacto, una sociedad implícita. Nunca hablamos de ello. Fueron muchos años de convivencia, de cama y de escritorio.
Y llegó su segundo trabajo y el tercero. Ganó el Premio Nacional y otros premios mayores. Luego su fama trascendió en todo el mundo. Sus libros se tradujeron a cuarenta idiomas y fueron leídos en más de noventa países. Yo sabía que la obra era el setenta por ciento de mi autoría.  Íntimamente me sentí orgullosa por mi aporte y feliz por su prestigio.
     Su nombre ya no era su nombre, había trascendido lo personal. Su firma era de los dos. Ya no había manera de separar dónde terminaba su pluma y dónde había yo metido la mía. Tuvo varias amantes, no me importó. Yo era dueña de lo único que ninguna mujer podría robarme: el talento. Sin mí él no era nadie.
Nunca le reproché infidelidades, jamás le pedí que formalizáramos nuestra relación. Me mantuve como una acompañante de segunda línea, a su sombra, sabiéndome dueña de un secreto compartido que nunca nos dignamos a admitir.
Así duramos décadas, en una rutina de escritos y correcciones, sugerencias y asentimientos. De esa manera su fama internacional lo colocó entre los más destacados.
No fue todo fácil, cada vez él trataba de despegarse, de hacer cosas por su propia iniciativa. Cada vez me costaba más hacerlo entrar en razones. Era en lo único que lo contradecía. No quería que su renombre se manchara.
En estos últimos meses comenzaron las discusiones. Ya no aceptaba lo que le  corregía ni escuchaba mis sugerencias. No quería mi ayuda. Fue escribiendo un nuevo libro de poemas, esta vez por su cuenta. Definitivamente su ego había crecido. Se sentía capaz de hacer algo solo, sin mi amparo.  Yo no podía permitir que su fama de autor erudito se manchara por un capricho. El escritor estaba por encima del hombre. Habíamos creado un personaje, un autor complejo, dotado de exquisitez, fluido y atrapante, de prosa trascendente, único, intrincado, maravilloso. No lo podíamos arruinar.
No tuve mas remedio. La otra tarde me armé de coraje. Ya me había amenazado: por su propia cuenta iría a ver al editor para la publicación de ese engendro al que llamaba su última gran obra. Vacié el sello de arsénico en su taza. Acompañé la infusión con unas galletas de almendras amargas para confundir los sabores y que no desconfiara.
Después de saborear el té comenzó a retorcerse hasta que cayó inanimado en su sofá. Lo acomodé escrupulosamente, parecía que todavía respiraba, quería que diera una  imagen de prohombre. Escribí mi confesión, donde culpo de mi crimen a las sucesivas infidelidades del “maestro” ¡Si hasta suena simpático!
Antes de ejecutar mi propia muerte, con un tiro en la boca, me aseguraré de que no queden más que cenizas de ese libro que hubiera marcado su ignominiosa decadencia.

2 comentarios:

Laura Beatriz Chiesa dijo...

Marcos: hasta dónde puede entregarse el ser humano, aún en la imaginación !!! Interesante final. Mi saludo,

Anónimo dijo...

Me encantó .En este cuento está extremadamente claro, que el amor en los seres humanos se presenta de diversas maneras y no tiene límites. Amigo ,muy bien presentado ,el protagonismo de los personajes.
Abel Espil