miércoles, 23 de abril de 2014

Nechi Dorado-Buenos Aires, Argentina/Abril de 2014

“Cordel”. Obra de la artista plástica argentina Beatriz Palmieri


La decrepitud del cordel que se negó a morir

 En algún sitio que en realidad era todos los sitios, existía un cordel atado del extremo donde nacía la vida extendiéndose hasta lo que se imaginaba como el final de los días. Aunque era invisible, todos sabían que gracias a ese trozo de cuerda cualquier sociedad puede ir tejiendo su destino a la vez que permitía que la vida transcurriera con normalidad. El hilo se auto regeneraba luciendo brillante cada amanecer, respetarlo era tarea colectiva.
Poco a poco, con la lentitud de quien aminora su marcha por  estar muy apurado, cerebros perversos fueron orquestando la destrucción de la cuerda. Para ello, en primera instancia era necesario corromper cada hilo fino que unido a otros otorgaba la fuerza necesaria para mantenerlo tirante.
Fue entonces cuando el lugar que era todos los lugares, comenzó a despatarrarse, cooptado por una Inteligencia superior, diosa de destinos enmugrados, cavadora de fosas donde entrarían en putrefacción las  buenas intenciones.
Cada vez que se cortaba una fibra, el cordel perdía parte de su capacidad de tensión combándose hasta adquirir la forma de  un paréntesis perezoso. Suponía la Inteligencia que una vez que estuviera totalmente derrumbado, ella podría dominarlo todo. Y así se fue modificando ese lugar que era todos los lugares. O casi todos, porque a decir verdad, nada es tan absoluto.
La confusión se instaló. El poder y quienes creían tenerlo, ayudados por los que soñaban alcanzarlo algún día,  comenzaron a caminar sobre la cuerda. Con el tiempo y ante una realidad que evidenciaba la decrepitud de la maroma, muchos fueron saltando eso que consideraban un obstáculo pero que en realidad era imprescindible,  sabiendo que del otro lado del cordel la vida era muy distinta. Desordenada, sin márgenes, sin consideración, germinaba la semilla maldita creando el descontrol,  desatando iras, alterando la historia y con ello el ritmo normal existente hasta ese momento.
Con el tiempo y dado que algunos hilos de la soga se cortaban con rapidez, el lugar fue ingresando en una especie de nebulosa donde muy pocos eran los que suponían hacia dónde se dirigían los pobladores de los alrededores. La irracionalidad, empujada por la perversidad de la Inteligencia, impulsaba los movimientos a los que habrían de seguir otros.
Es decir, en medio de semejante desmadre y con el cordel herido de muerte, todos parecían volverse locos generando situaciones que acarrearían más desmadre.
Los ricos, haciendo uso de su poder hostigaban a los pobres sin tener en cuenta que su riqueza era posible gracias al esfuerzo de estos. Los pobres, no siempre se sometían al destino señalado sino que muchas veces se rebelaban. Ante lo que consideraban semejante desparpajo, lo único posible, creían los ricos, era ejercer más control sobre ellos y qué mejor manera de hacerlo que adoctrinando fuerzas de seguridad cuyos miembros, paradójicamente,  pertenecían a la clase  pobre. Estas fuerzas fueron convocadas para escarmentar a los insumisos, convirtiendo a esos seres en ejecutores de sus hermanos.   Eran expertos en salto al cordel gracias al excelente estado atlético adquirido luego de someterse a fuertes presiones que los ubicaría en la categoría de desclasados.
Así fueron saltando la cuerdita divisoria, la que marcaba la frontera que separaba el raciocinio de la bestialidad, esta última valorada erróneamente como acción nacida desde el centro de la “malas ideas” que se consideran patrimonio de los más hostigados.
La Inteligencia continuaba creando aliados, se valió también de docentes formados en escuelas con orientación  pedagógica de tinte fascistoide. Estos formadores demostraban su sapiencia imponiendo obligaciones pero omitiendo los derechos que tenían los educando.
 Los alumnos fueron aprendiendo que cuando un mayor salta,  excediendo la realidad objetiva de la presencia de cordeles, era lícito imitar el atropello y fueron también ejercitándose en el arte de salto a la  soga y en ese brinco se desbarrancaba su juventud.
Las sustancias tóxicas fueron introducidas en aquel sitio, con  tanta facilidad, que daba miedo notarlo y su tenencia y consumo, al ser de tan fácil acceso y con un cordel ya sin fuerzas capaces de mantenerlo todo lo  tirante que debía estar, se desparramaron por todo el lugar.
El salto al cordel fue continuo, se  convirtió  en el deporte de moda, aunque en realidad no fuera sino el salvoconducto que dirigiría hacia el desmoronamiento de la vida en ese lugar.
En medio de semejante tragedia crecía la descomposición del tejido social. Era cosa cotidiana ver padres y madres incapaces de generar en sus hijos el respeto lógico que merecía el viejo cordel, impulsándolos a no solo a saltarlo, sino también a desconocerlo, como si fuera un trasto viejo.
La Inteligencia superior gozaba ante cada salto que se ejecutaba en el lugar. Sabía muy bien que una vez instalada su hegemonía muy difícil sería salir de ese desorden, lo que mantendría su proyecto a resguardo hasta que nuevas formas de esclavitud, acorde a los tiempos que vendrían, fueran amasándose como arcilla blanda.
La pregunta que se hacían los observadores del nuevo fenómeno tan dañino, en expansión constante, se centraba en el interrogante acerca de  qué sería lo que habría de suceder  una vez que se cortara el último hilo que mantenía al cordón con vida. Pero la soga, tan  herida de muerte como estaba, aún podía conservar un poco de la tensión que lo mantuvo vivo durante tantísimo tiempo.
Ante ese hilo debilitado, se apoyaba la esperanza por sobre la decrepitud de un cordel que se negaba a morir del todo,  impidiendo con gran esfuerzo, que se corrompiera su última fibra. (Siempre hay hilos conductores que se niegan a morir sabiéndose tan necesarios…)
Fueron pasando los años hasta llegar al presente, el cordel sigue  agonizando; al salto sobre sí  ya no podemos mencionarlo como  deporte. Ahora estamos en condiciones de asegurar que se trata de una  compulsión provocada por el deseo patológico de transgredir cualquier cuerda. Cualquier barrera capaz de contener al orbe de la degradación absoluta.
La Inteligencia va ganando su enésima batalla pírrica tratando de demorar la llegada de fuerzas vinculadas con los actos nobles que puedan salvar a la humanidad, en aquel lugar que es todos los lugares, mientras el cordel insiste en mantenerse vivo pese a tanta violación inducida.

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