martes, 21 de abril de 2015

Luis Tulio Siburu-Argentina/Abril de 2015



EL SECRETO DEL RELOJERO


Roger Piaget es de origen suizo. Hijo de un relojero que reemplaza pilas en el barrio de La Paternal, nieto de relojero  de primera de la Torre Monumental de Retiro ( ex Ingleses ) y bisnieto de relojero de cuarta, encargado de cambiarle el delantal al Dios Cronos en la Torre Zytglogge de Berna ( torre del reloj en dialecto bernés ).

Por supuesto él también continúa con el oficio pero - adaptándose a los tiempos modernos - tiene un puesto en La Salada, con vista al Riachuelo, ubicable fácilmente por un gran cartel que reza: “El Big Ben de Lomas de Zamora”. Trabaja sólo martes, jueves y domingo y ofrece todo tipo de relojes excepto los que son originales y de marca o los que regala Mirta Legrand por una cuestión de respeto a la competencia. En fin, un verdadero truchaje. Él exclusivamente vende. Si alguien necesita un arreglo trata de convencerlo de que no vale la pena y que cambie eso vetusto que tiene. Si insiste, le da una tarjeta con el domicilio de su padre jubilado, ese sí que sabe comenta orgulloso.

Siempre repite que ya la familia Piaget ha cumplido de sobra con la sociedad en avisarle si llega tarde al trabajo o cuando tiene que tomar la pastillita, por lo que está detrás de un objetivo más ambicioso que aún mantiene en secreto.

Seguiremos sus pasos para tratar de descubrirlo. Hoy vamos hasta su casa.

Cuando llega la noche, ya descansando su esposa Bulova y sus hijos Tommy, Ricky y Festina, Roger se sienta frente a un escritorio del altillo y prende una lámpara que ilumina una gran cantidad de minúsculos mecanismos y un grueso manual de relojería. Lo rodea la oscuridad propia del misterio y la soledad necesaria para crear en paz. El cucú de la Selva Negra lo cuida y vigila desde la pared.

Antes de tocar nada realiza su momento de meditación. Analiza su vida en cinco minutos y se da cuenta que de niño se lavaba los dientes todos los días, cumplía con las tres vacunas y tomaba la sopa sin hacer ruido; de adolescente no se llevaba ninguna materia a diciembre, respetaba rigurosamente a su novia salvo cuando ella le decía quincenalmente pará loco un poco con eso de la virginidad y no fumó nunca ni siquiera una pitada de mentolados; ya de grande es muy fiel a su mujer, no juega a la quiniela aunque sea 26 de julio y salga siempre algún número relacionado con Evita y frena el coche apenas el semáforo se pone en amarillo.

Terminado el primer paso de su metódico planeamiento, pasa a la etapa de motivación. Se mira al espejo de maquillaje que le prestó Bulova y se dice: Basta ¡¡¡basta Roger de tantos esquemas y cumplimientos rigurosos de normas sociales. A partir de hoy voy a crear algo - ya que manejo algunas de las variables del tiempo – que haga a mis clientes más felices y menos estructurados.

Y manos a la obra Roger lee y lee mientras sus hábiles dedos manipulan al mismo tiempo agujas de todos los tamaños y sistemas complicados de ingeniería relojera. Muelles, engranajes y poleas esperan para ser parte del operativo.

Pasaron ya seis meses. Ahora estamos a pasos nomás de su negocio.

Un grupo enojado de clientes le reclama a Roger por la calidad de los relojes que les ha vendido. Han perdido varias veces el tren, no cumplieron con el horario del dentista, la alarma suena a diferente hora de la colocada para despertarlos y se quedan más en la cama, empiezan a ver el partido cuando ya pierden dos a uno y el asado por el cual sus amigos siempre los felicitaban, ahora termina siendo un fiasco negruzco.

Que protesten si eso los satisface, piensa Roger. Se siente feliz por el éxito de su proyecto. No se dan cuenta que su cambio profundo a la larga los hará inmensamente felices.

Externamente siguen viendo en su reloj las doce horas. Que con la segunda vuelta completan las veinticuatro oficiales del día. Pero internamente Roger – con un complicado programa – las ha convertido en 25.

Se calla pero quisiera gritarles…¡¡. No se compliquen con los horarios del ministro Randazzo, la agenda del sacamuelas, una hora más de sueño, los goles perdidos o el aplauso para el asador ¡¡¡. Disfruten muchachos con sesenta minutos más de vida…, es tan dulce como dos caramelos media hora.

Desde alguna nube helvética, el bisabuelo Hans hace sonar las campanadas fuera de horario, aunque el encargado de producción de la fábrica de chocolate se espante en el medio de la estricta duración de la colada del cacao. Está festejando la creatividad y permanencia relojera del bisnieto Roger. Una hora no puede cambiar mucho a la casi  centenaria tradición familiar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No hay mejor juez que el lector y este relato me gustó mucho como me fue llevando por su fabuloso tiempo...aprendí a tener el tiempo que desee, sin mirar un reloj..Lourdes Flores