miércoles, 21 de octubre de 2015

Marta Susana Díaz-Argentina/Octubre de 2015



EL TURBANTE

Cuando Alba llegó aquella tarde, el turbante de Etelvina estaba tirado al lado de la mecedora.
Las dos amigas solían tomar el té de las cinco sentadas en el jardín de invierno, cuando los vientos del sur soplaban fuerte o en la galería  que miraba al este en las tardes de verano.
En ese pueblo pequeño de la provincia de Buenos Aires, enclavado en las pampas argentinas,  lo más entretenido que tenían era rememorar  anécdotas, casi siempre compartidas.
Alba llegaba en la camioneta desde su casa ubicada a dos kilómetros de camino polvoriento, de lunes a viernes, como en un rito inquebrantable, sin importar como estuviera el cielo de ese día.
Se amontonaban sus recuerdos y se enredaban en la memoria formando a veces un nudo gordiano.
Se encimaban las palabras de una sobre otra y algunas veces ni la una ni la otra entendía nada.
Muchas veces eran reiterativas, sobre todo  Etelvina, que no había vez en que no relatara algún detalle del día en que entraron tres bandidos armados hasta los dientes y redujeron a su familia.
Se  llevaron el dinero de la venta de un remate de vacas que había hecho su padre la semana anterior y lo dejaron malherido. Etelvina tenía quince años.
Quedó tan impresionada que se le cayó el pelo y, a pesar de los tratamientos que inició con los mejores médicos, nunca pudo recuperar su cabellera dorada como los campos de trigo que circundaban su casa. Tenía ataques de pánico que duraban poco tiempo, pero lograba superarlos con el entrenamiento terapéutico.
A partir de ese día usó un turbante que le daba un aire misterioso e interesante a pesar de sus setenta años.
Decidió no casarse. Seguir con el negocio de las vacas y últimamente con los sembradíos de soja que era más fructífero. Un peón, sordo y patizambo era el único que hacía las tareas del campo y vivía con su mujer en una casa apartada de la principal.
-          Etelvina ¿te enteraste que se casó la hija menor de los Peña Zavala? Dicen que está embarazada…
-          ¡Ay Alba! ¡Menos mal que cuando entraron esos bandidos no quedé embarazada!
-          ¡Pero que decís mujer! Olvidáte ya esa tarde nefasta y viví el presente. ¡Eso ya pasó!           
Y se servían otra taza de té de Ceilán, humeante y perfumado, con los perfumes de las historias pueblerinas y contadas en voz baja, como en un susurro.
            -    Alguna mañana de esta semana te voy a venir a buscar y vamos a ir al pueblo a encargar el regalo para los quince de mi nieta, dijo Alba.
            -    ¿Quince años cumple ya tu nieta? La misma edad que tenía yo cuando entraron los bandidos y apuñalaron a papá.
             -    ¡Basta ya Etelvina! ¡Olvidáte de ese día! ¡Pasó hace cincuenta y cinco años!
            -      Sí. Pero pueden volver. Esos u otros.
Cuando Alba entró a la casa esa mañana, lo primero que vio fue el turbante de Etelvina tirado al lado de la mecedora.
Todo estaba revuelto.  Etelvina yacía tirada en la cocina con un facón clavado en el pecho.

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