jueves, 22 de septiembre de 2016

Luis Tulio Siburu/Argentina/Septiembre de 2016



El exprimidor
Tabaré, como buen uruguayo, era tranquilo, de modales cuidadosos, simpático hasta en sus silencios. Había llegado de su Durazno natal en la década del 70 buscando trabajo en Buenos Aires. Se entusiasmó con un aviso de Clarín que pedían un subencargado de cocina para un restaurante del centro y el lunes a primera hora estaba en la fila de aspirantes.
Cuando tocó su turno, pidió permiso al entrevistador para sacarse el saco porque el calor porteño apretaba. Abrió su carpeta con los antecedentes personales e incluso algunas fotos de su experiencia que lo mostraban preparando los tradicionales chivitos al asador y el chajá. Lentamente le fue explicando sus habilidades y el éxito de sus exclusividades entre los clientes, hasta que le llegó la pregunta de rigor…¿ Y si le iba tan bien por qué no se quedó allá ?... 
Entonces contó que quería progresar tanto en su oficio como económicamente y que la gastronomía argentina era mucho más amplia y daba mejores posibilidades. Parecieron convencerle a su interlocutor las palabras de Tabaré y lo citó para una charla con el dueño  del restaurante.
Lo esperó un rato largo una mañana sentado en una mesa de un ángulo del salón hasta que apareció. Era un hombre joven, robusto, con traje espigado y broche en el nudo de la corbata, algo así como un playboy  de la movida nocturna. Lo saludó a Tabaré con sequedad y escuchó de él lo aprendido en sus anteriores actividades.
Luego le planteó enseguida las necesidades del local. Rapidez en el servicio aún a costa de la calidad. Los clientes venían por el nombre y la fama más que por el gusto o tamaño de las porciones en los platos. Había solo un medio día libre el lunes hasta las 16, porque a la noche lo tenían contratado fijo los del Club de Ingenieros. Esas horas no se pagaban extra, se compensaban en caso de alguna necesidad familiar. La vajilla y accesorios standard eran de la casa. Si algún chef o ayudante quería utilizar algún elemento sofisticado, se lo tenía que traer por su cuenta. Había un pequeño bañito al fondo para asearse al fin del turno y se pagaban salarios estrictamente de acuerdo a lo que decía el convenio gastronómico, sin premios de ninguna especie por logros o productividad.
Tabaré tenía entusiasmo, necesidad de un trabajo, algunos “sartenes y ollas” especiales que garantizaban terminar muy bien recetas muy personales. Pero también orgullo y dignidad. Se levantó despacio como siempre, le dio la mano y le dijo: “Gracias, no es para mí”.
Sorprendido – ya que se había dado cuenta del conocimiento del oficio de quien tenía delante - el dueño le preguntó qué es lo que no le gustaba o estaba faltando allí. La respuesta llegó en voz baja, como cayendo mansamente de una cuchilla oriental…
-Sabe amigo, la vajilla y la casa está toda en orden. Ocurre que de tanto gozar chupando naranja con la boca, le he tomado idea al exprimidor que cuelga de aquél gancho…


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