miércoles, 21 de diciembre de 2016

Ascensión Reyes (Cuento)-Chile/Diciembre de 2016



LA  IMAGEN  DE  UN SUEÑO


      Una gran tranquilidad interior me proporciona al observar este nuevo paisaje. Por algunos días deberé olvidar cuánto dejé en mi vida anterior. Si bien es cierto, nunca ha sido demasiado terrible ni caótica, pero la rutina agobia. Muy a menudo percibo en los sentidos que algo me falta. Es una sensación que enerva hasta mi piel. No podría traducirla en palabras, solamente tengo  que catalogarla  como  sensorial e inespecífica…
Atrás mi vida consensuada y la familia. Solamente por una semana estaré conmigo misma, con este bello entorno y las sorpresas que me deparará esta laguna de primavera solitaria.
      He llegado al cerro Alegre, a un hotelito muy selecto y confortable, que colma mis expectativas. En cuanto a comodidad y atención refinada me parece muy bien. Está situado en una añeja calle, donde sus adoquines aún respiran a tiempo pasado y a través de estas lustrosas piedras aparece un pedacito de una Europa trasplantada, pero en plano inclinado. El ir y venir de jóvenes de cabezas amarillas, confraternizando con otras más oscuras, hacen del entorno un pasar cosmopolita y sereno. El cantar de los diminutos ocupantes de los árboles, disputándose su cobijo nocturno, crea una graciosa melodía. Repetida desde siempre,  sin grandes variantes, entre esas enmarañadas y añosas copas verdes.
      Debo aprovechar al  máximo estos días de asueto. Sin pensarlo dos veces, me cambio  la tenida formal por otra deportiva, ésta hace de mi figura algo más atractiva. Además,  me quita algunos lustros, me lo asegura el gran espejo del baño.
      Quiero ver la ciudad con ojos de turista, pero estoy asustada. Junto con cambiar una tenida por otra, siento un bullir de pulsos por todo mi cuerpo. Como cuando era una adolescente y en la imaginación me juraba que iba a transformarme en alguien muy importante. Iba a conquistar el mundo. Pero no fue así. Sin pensarlo dos veces, voy a mi neceser y cojo una pastillita. Aquietará esta  efervescencia primaveral y me preservará la salud.
      Ya en las calles de bajada, como en un encuentro, acuden a mi mente infinidad de imágenes de aquellos años en que yo sí formaba parte de este entorno. Todas desdibujadas e idílicas.
      Camino al paso por las principales avenidas del pequeño centro de Pancho, apelativo cariñoso de Valparaíso, con dirección hacia la plaza de la Victoria.  Me siento un momento en su fuente jugueteando distraídamente con el agua. Recordaba haber escuchado que su nombre fue en mérito al gran conflicto en el cual dos países hermanos, el mío y los vecinos del norte se enfrentaron en una cruenta guerra, cuyas heridas aún no sanan. Pero otra versión dice que fue encargada a Francia, junto con otras fuentes y estatuas que siempre han adornado mi ciudad. En todo caso me quedo con la segunda versión.
Por un instante me dedico a observar a las grandes figuras de dioses, junto a graciosos querubines, que miran estáticos, el movedizo entorno, desde la fuente central de la plaza. Me inclino hacia las aguas y las observo. Esos personajes de metal, parecen premiarme con una suave sonrisa, entre el verde núcleo y su rígida posición. Me parecen cómplices de mis pensamientos.
               
      Salgo de la plaza,  por el lugar donde dos grandes y robustos leones, me abren la puerta para vivir esta,  mi nueva aventura. Camino hacia el primer salón de té que me detiene con su perfume penetrante a café molido, y pasteles recién horneados.
      Me siento en una mesa que encuentro disponible, luego de acomodar en otra silla el bolso de cartero, por lo surtido de los más variados objetos que suelo llevar en él. Me incorporo nuevamente, y con un quehacer casi teatral me quito la chaqueta. Espero pacientemente que el mozo se aproxime, mirando discretamente todo mi entorno.        
      Siento un encogimiento de estómago que oscurece el luminoso panorama anterior. En otra mesa cercana a la mía, lo veo... Esos mismos ojos claros y burlones que me seguían en el bus de camino a casa, apretujada entre muchos estudiantes, celebrando con jolgorio cualquier incidente.
      Sí, ahí estaba. No pensé que aquel muchacho, a quien le di una nota máxima en la imaginación, de cuya figura según mi parecer, perfecta, tanto que en los desvaríos románticos, muchas veces, lo imaginé junto a mí en situación comprometedora. Y ahora un poco más cambiado por los años, pero interesante igual, me observaba con atención.
      Como nuestras miradas se encontraron, ya no puedo disimular mi sorpresa.  Pretendiendo salir airosamente de la situación, le dedico una discreta sonrisa. Me sabe a un rictus  grotesco, tal es el nerviosismo. Siento irradiar mis mejillas con ese calorcillo impertinente del rubor. El, con un movimiento de cabeza, inicia un gesto de saludo al que yo correspondo  cada vez más azorada. El mozo, aguardando el pedido me salva del embarazo. Ya con el café cortado y el pastel en la mesa, doy curso lentamente a su degustación. Cuando casi estoy por terminar, lo tengo de pie a mi lado, al personaje que motiva mi descontrol.
      -Hola, parece que nos conocemos desde hace mucho tiempo. ¿Me permites que te acompañe?
      -Sí, por supuesto- digo lo más serena que puedo.
      -A ver, si no me falla la memoria, Playa Ancha, en los buses hacia Pacífico. En años,  perdón,  sería descortés calcularlo. Camino a casa y después del colegio.
      -Algo recuerdo, pero no con precisión- respondo cínicamente.
      -¿Qué  haces, o,  más bien que estudiaste?
      -Yo, bueno, después de terminar en el liceo, debí trabajar, ¿y tú?…
      -Soy profesor de un colegio que queda aquí a la vuelta y siempre paso a tomar un café de camino a casa. Ahora, al observar tu presencia, no pude menos que acercarme de esta forma. Me trajiste a la memoria muchos recuerdos gratos de mis tiempos de adolescente y quise arriesgarme a compartir el momento.
      Acercó su rostro muy cerca del mío, tanto, que en mi estómago sentí un aleteo extraño y mi pulso se aceleró al máximo.
      Pero, dime... ¿Estás casada? Y en su cara se dibujó un interés especial por la respuesta. En  sus ojos advertí aquello que desde siempre había buscado y ahí estaba…Era tan simple como…como…

      Sentí que la pregunta me conmocionaba más de la cuenta, tanto que todo el entorno desapareció como movido por un mago de manos hábiles. Me encontré de nuevo sentada en un banco de la plaza y a dos señoras  inclinadas sobre mí, dándome aire con sendas revistas.
    -Señora ¿cómo se siente? Por Dios, nos tuvo tan preocupadas. Apenas la vimos casi a punto de desmayarse, la sentamos acá y ya estábamos pensando llamar a carabineros, para pedir la  ambulancia. Hasta pensamos que usted se estaba  muriendo.
-Muchas gracias, creo que ya estoy de vuelta. A veces me pasan estas cosas, pero me repongo rápido. Desgraciadamente los años nos juegan estas malas pasadas. En el bolso llevo un medicamento y con una sola pastilla recobro la normalidad, sólo que esta vez no me llegó el aviso a tiempo.
      Luego de gozar del tibio atardecer, junto a la compañía de las dos parlanchinas señoras  y confidenciar acerca de todas nuestras desventuras y vivencias anecdóticas, menos la vivida recientemente. Me despedí y caminé sin prisa hacia el bus que me llevaría a mi hogar, en Viña del Mar.
      Total, tenía todo el tiempo a mi disposición, nadie me esperaba en casa. Mi esposo e hijos, habían partido con rumbos diferentes. Sin embargo, llevaba en mi mente el grato recuerdo de un feliz desmayo que me llevó a una época pasada. En ella los grillos que anidan en el pensamiento me brindaron, con su melodía, una respuesta a la interrogante que siempre estuvo en mi mente. Ahora estaba segura de haberla encontrado.

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