domingo, 22 de enero de 2017

Alejandro Insaurralde-Argentina/Enero de 2017



La violencia en lo simbólico (y la pelota se manchó…)

        
Como ustedes recordarán, hace unos meses la Asociación del Fútbol Argentino estuvo a punto de ser desafiliada de la FIFA por hechos de corrupción. El mítico comentarista Enrique Macaya Márquez - en sus varias décadas de profesión futbolera - dijo que jamás vio una situación semejante en la AFA. No sólo la Justicia Federal se hizo cargo de la causa respecto del manejo de los fondos de “Fútbol para todos” sino que, para aumentar el bochorno, se sumaron los “errores” en el conteo de votos en las últimas elecciones de la entidad.
Éstos no son hechos fortuitos. Hace tiempo que venimos señalando la crisis cultural que se abate por estas tierras donde ninguna estafa, título de policiales o catástrofe económica se muestran como algo aislado, todo se concatena y guarda relación palmaria con esa crisis de base. En las sociedades donde entran en peligro algunos valores, explota una bomba de abusos que derivan en pretensiones incongruentes. Hasta la dignidad y el buen nombre se pierden en un instante de felonía donde su protagonista se inmola en una ridícula contumacia sólo por tener su minuto de fama.
Compleja crisis la cultural. Pero se evidencia fácilmente, incluso en las múltiples formas de ingresar al absurdo. Sabemos que cuando se lo aborda desde el humor es lícito y licencioso, pero en la realidad concreta y en asuntos serios donde está en juego el bien común, no merece menos que el repudio.
Y del absurdo pasamos al drama in the blink of an eye. Unos por precipitados, otros por estúpidos, todos tuvimos alguna incidencia en este ruin sitial en el que nos posicionamos como sociedad. En Argentina tenemos larga experiencia en victimización donde salimos a cazar brujas que no existen más que en nuestro imaginario colectivo tan permisivo. A ello se le suma el negacionismo, otro de nuestros vicios predilectos. Pareciera que negar las causas de todo lo distorsionado nos fuera a redimir de algo, mientras Miss “pesada herencia” para unos y Miss “imperiofobia” para otros, se convierten en las depositarias de nuestras cuitas. Y ahí estamos, consagrados en el altar de la testarudez supina.
Los cimientos culturales de la Argentina están resquebrajados, y uno de sus principales intersticios está en lo simbólico. Nos referimos a lo desvirtuado que se vuelve un símbolo cuando se lo manipula en forma irresponsable. “Símbolo” proviene del latín symbŏlum y tiene por función exponer una idea o pensamiento representados en una imagen. Ernst Cassirer desarrollará este concepto asignando al ser humano su carácter de “animal simbólico” para definir la tendencia humana que tenemos de simbolizar, es decir, de poner una intermediación que nos separa de una relación directa con las cosas. Todo lo que intermedia entre el hombre y el mundo, es lo simbólico. Tanto Cassirer como Claude Levy Strauss sostienen que la cultura es el ámbito humano y lo natural es el ámbito de lo animal. Lo que hace que el ser humano no sea animal y pueda configurar una cultura es su capacidad de simbolizar o poner significado a todas las cosas. La simbolización permite una intermediación entre los impulsos y su descarga.
Pero este campo natural de lo humano - el universo simbólico - puede sufrir ataques. En la violencia simbólica, el transgresor no enlaza con el valor representativo del símbolo – tal vez por fatídica transferencia – e ingresa en un imaginario de otro orden que, cuando se trata de la función pública, se articula con un relato demagógico y autoritario. Dicho relato hace posible que el símbolo no acuse línea del bien o del mal, la frontera se agranda o se achica de acuerdo a los intereses en juego. El símbolo pierde su peculiaridad, actúan los impulsos y se desencadena la acción sin mediación simbólica (Acting out). Se llegó al colmo del cinismo como funcionario - tal es el caso de la ex presidente Cristina Fernández de Kirchner - cuando hizo una humorada en la inauguración de las formaciones nuevas del ferrocarril Sarmiento, a dos años de la tragedia en Once: "¿Están todos ya ubicaditos? miren que esto hay que hacerlo rápido, porque si no viene la próxima formación y nos lleva puestos". En muchos funcionarios de diversas veredas políticas encontraremos ejemplos así. Infamia semejante es posible con actitudes psicopáticas que infringen valores simbólicos y van al acto en el lenguaje, o en el caso de psicóticos a quienes les falla el poder de simbolizar correctamente. Este tipo de situaciones dejan escapar “lo salvaje” que transmite lo animal o lo no humano, o bien un trastorno en el control de las pulsiones. Impulsos agresivos tenemos todo el tiempo y son necesarios, pero cuando se expresan sin freno a causa de una simbolización deficitaria surge la conducta sádica, en donde no hay represión de los impulsos.
Si lográramos entender que el fútbol es sólo un deporte devenido en espectáculo cuyos partidos no son combates a muerte, que los conciertos de rock no son hormigueros trágicos y que las diferencias ideológicas no son motivo de odio visceral, las pasiones encontrarían un bozal de contención que nos muestre más ubicados y maduros. Pero no, resulta que la cancha es hoy una caja de resonancia social donde algunos idiotas van a vomitar sus resentimientos, los shows multitudinarios son amenaza de tragedia por falta de seguridad y los debates políticos son batallas retóricas con descalificaciones ad hominem y críticas de alcoba.
La caída de la función paterna, con su imagen protectora y de ser la “provisión” familiar, gravita también en esta crisis simbólica que padecen muchas sociedades. Se desdibuja la autoridad del padre cuando muchos de ellos se nivelan a la realidad de sus hijos y descuidan el rol de ser para ellos los guías morales. En todo esto, hay valores simbólicos violentados y no se respeta lo representativo que se le concede a cada entidad o contexto. 
En materia legal, evitar que lo simbólico se diluya es evitar caer en el relativismo de la ley endeble. Con el uso de tecnicismos se puede alterar la esencia de una ley y en tal caso, impartir justicia sería una cuestión de azar, con todo el peligro institucional que eso significa. De la misma manera que no serviría la caza indiscriminada de delincuentes cuando hay un interés electoralista, tampoco sirve ser tolerantes con la desidia de jueces promotores de impunidad. Tal vez las marchas contra el femicidio como las de “Ni una menos” no detengan las muertes, pero con un Estado libre de favoritismos partidarios que privilegie el valor simbólico de una ley, los jueces mantendrán a raya a los violadores y asesinos.
En la contienda sexista encontramos también violencia simbólica, y en este punto es ineludible mencionar la vigente y no menos absurda “guerra de géneros”, donde tanto el machismo como el feminismo son dos caras de una misma moneda, no son posturas antagónicas, y sólo tienen una dualidad aparente. La supuesta diferencia reside en el discurso, pero no en sus formas ni objetivo. Ambos buscan avanzarle al género opuesto mediante exacerbación fálica. El machismo abusó históricamente de su recurso de fuerza bruta para imponerse, mientras que el feminismo busca agresivamente recuperar terreno que le fue invadido por el hombre machista. Si bien la mujer tradicionalista espera aún ser conquistada o estar protegida por un caballero, no está exenta de competir con el hombre, ganar un mejor sueldo y lograr autonomía. “Querer ganar más” es en sí mismo, un avance fálico.
En culturas antiguas vemos también expresiones fálicas, como la de los romanos cuando erigían menhires en la arena del Coliseo. El mensaje subyacente estaba claro: "ostentamos falos, porque dominamos el mundo". El machismo medieval del Cristianismo hizo lo propio, cuando decretó a la mujer - erróneamente llamada bruja - como instrumento del demonio, artífice de males y obnubiladora emocional porque se apodera del alma del hombre y lo enamora. Pero nótese que la mujer es pasible también de enamorarse - ella puede caer en un hechizo de atracción igual que un hombre - sólo que en la Edad Media no era usual que la mujer se enamorara, salvo si pertenecía a la realeza. Tales debilidades sólo se les permitían a los hombres. El accionar fálico machista se centraba en la manipulación, mediante la cual el hombre se victimizaba para justificar la demonización femenina. Aquí vemos una simbolización fálica amplificada, hiperbólica. Cuando se ama con plenitud, se comparte la pulsión vital con el otro. Allí no hay contienda fálica ni onanismo conformista represivo. La otredad cobra vida en ese compartir, y ya no hay necesidad de activarse fálicamente.
Cuando los talibanes atacaron el World Trade Center en septiembre del 2001 sabían lo que estaban haciendo; vulneraron uno de los símbolos máximos del capitalismo mundial. Del ataque, dedujeron que si se pudo destruir aquel símbolo de poder, estarían en condiciones de destruirlo todo. Atentar contra un símbolo y no contra sus actores habituales implica un intento de desmoronamiento estructural, que llevaría años de recuperación psicológica.
¿Porqué un proyectil o bala tienen forma peneal, al igual que un misil o torpedo? Muy simple: Porque tienen que "penetrar" y eventualmente destruir. Un pene al introducirse debe agredir, conquistar, dominar y simbólicamente destruir. De lo contrario, no cumplirá eficazmente la función de pene. Tan propio del folclore callejero - y futbolero - es expresar una imposición fálica sobre el otro cuando se le gana humillándolo.
En las prácticas parafílicas como el fetichismo se trasciende el mero miembro viril, como en el caso de la podofilia o fetichismo del pie. Teorías indican que la forma del pie humano es visualmente similar a las caderas femeninas (tendencia fetichista de los varones). Otra teoría sostiene que tanto los genitales masculinos como los pies se homologan en un mismo nivel de atracción por el hecho de estar escondidos. Pero aquellos que asocian su fetiche con el accionar fálico prefieren los pies grandes y huesudos porque “son los que pisan mejor", en clara alusión a la arremetida fálica hacia el más débil. Aquí vemos como un símbolo de dominación conlleva violencia. Pero el problema que deriva de esto, es cuando esa violencia se plantea en forma indiscriminada.
Hace unos años, se desarrolló el fenómeno posporno en la Facultad de Ciencias Sociales de Buenos Aires, una manifestación de sexo explícito en las aulas que según sus cultores, fue una expresión contestataria frente a la pornografía tradicional respecto al papel opresivo que cumple allí la mujer. Con esto no se intentó afianzar la teoría queer con su reclamo respecto a que las orientaciones sexuales son mera construcción social. Nada de eso. Aquí se instaló una clara expresión feminista. Para desmitificar estereotipos sexuales no es necesario hacer bullicio, porque veamos esto: el escándalo no siempre es producto de una reacción emocional, es a veces un síntoma de la chabacanería y mescolanza que imperan. Es cierto que el posporno “no es para que nos calentemos” como anunciaron sus organizadores. Pero la temperatura aumentó en los ánimos de muchos no por excitación sino por la bronca ante ese espectáculo burdo y promiscuo. El espacio público de una Facultad fue violentado en su valor simbólico. Es una casa de estudio, no un espacio para reivindicaciones sexuales. Un exhibicionismo “tinellesco” fue precisamente lo que ocurrió en esa Facultad, y ya que estamos, pondremos bajo la lupa a Marcelo Tinelli como el empresario que ya no sólo está detrás de la TV de consumo vulgar, sino también en comisiones directivas de clubes y en políticas espurias. En todo el arco más oscuro y populista de la sociedad, allí lo encontrarán a este mercader de la vulgaridad. 
Volviendo al fútbol, cuando Maradona pronunció la frase “la pelota no se mancha”, por medio de esta metáfora simbólica hacía referencia a no permitir que la esencia de un juego se contamine. Aunque su adicción a las drogas y exabruptos que protagonizó no lo ayudan en su deseo, rescato el mensaje: Nada debe manchar lo puro que representa un juego. El punto es que no existe tal pureza en el fútbol profesional. Mafias, barras bravas, reventa de entradas, dirigentes cuestionados, transacciones millonarias, son algunos ítems de este cóctel obsceno de opulencia y corrupción que muy lejos está del primigenio espíritu que envuelve al deporte. ¿Dónde quedó aquello del “Mens sana in corpore sano” cuando un futbolista juega estresado por las presiones? El cuerpo podrá estar bien entrenado pero, ¿y la mente? Hoy es habitual ver jugadores de clubes grandes amenazados por los barras, obligados a ganar en un alocado exitismo. Bajo estas circunstancias, pertenecer a un club de primera división deja de ser un privilegio. Pasa a ser una condena. La prohibición de público visitante en las canchas logró reducir apenas los enfrentamientos, pero los violentos se las ingenian siempre para sus festivales de sangre; si no se cruzan en alguna ruta, lo hacen en una discoteca o estación de tren, basta con que se reconozcan como adversarios, que empieza la función. Cortar este nudo gordiano de violencia implicaría sacrificar intereses de altas cúpulas atestadas de corrupción. Romper con el valor simbólico es habitual en tales ámbitos, ya que la violencia es parte activa del negocio. La política y el fútbol profesional van de la mano, allí forman un espacio común en donde proliferan verdaderas “sociedades del delito” con barras de clubes como aplaudidores en actos del gobierno, y con punteros políticos como reclutadores.
El diagnóstico debe ser claro: existe una crisis que conduce al rechazo de la alteridad, hay una resistencia a aceptar que convivir con el otro es posible si hay respeto por el que es o piensa distinto.
Es vital recuperar el valor de lo simbólico como pilar fundamental para reconstituir el tejido social. Pero esto quedaría sólo en el plano del deseo, si no se plantea una restauración del pensamiento individual y contención psicológica de las personas, en tanto componentes sociales primarios de la sociedad que conforma, dirime y controla el accionar correcto del Estado.




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