domingo, 22 de enero de 2017

Lucía Lezaeta Mannarelli-Chile/Enero de 2017





VIRUS


         Ya era de noche cuando Víctor Vásquez ingresó al hospital. Había llegado para cumplir con los trámites previos al fichaje poco después de las 17 horas a regañadientes. Su mujer, su madre, sus hermanas y cuñados, además de los sobrinos todos, insistieron en que debería examinarlo un médico y lo llevaron a la Posta. Se sentía algo culpable de haber sido el causante del súbito enfriamiento de los ánimos en esas fiestas de Año Nuevo que, a todas luces, habían sido mejor aún que otros años. Buena comida, música, alegría, algazara, todos los chiquillos gritando en un interminable chacoteo hasta la madrugada. La madre, solitaria como siempre, estaba  totalmente enternecida y había disfrutado de una desconocida felicidad antes que su casa volviera a la silenciosa estabilidad de siempre.
         Todo es ahora rememorado por Víctor Vásquez mientras la fiebre aumenta. Siente adormecida las extremidades, ha tenido vómitos, los que en un principio había atribuido al exceso en la comida, aún así, no se justificaban los otros síntomas. Su madre había cocinado todo al horno y jamás esas comidas habían trastornado estomacalmente a nadie. Así se lo ha explicado a la joven doctora que le cayó en suerte en el turno de la noche. Ella no ha encontrado la causa exacta, pero ve que el enfermo viene grade y decide hospitalizarlo de inmediato.
         En diagnóstico causa confusión en los familiares que lo acompañan, pero no hay tiempo que perder. Se están produciendo intervalos con pérdida de conocimiento y, una vez completada la ficha de antecedentes, el enfermo desaparece en una camilla por los pasadizos del primer piso.
         Tres días de tratamiento intensivo aparentemente le devuelven a la normalidad y la parentela celebra alborozada su regreso a casa.
         Dura poco esta tranquilidad. Vásquez nuevamente no se siente bien. Ha regresado al estado febril y a la pérdida del apetito. Su piel está tomando un feo color oscuro. Nuevamente es internado y varios médicos estudian su caso. Ha subido la glicemia, el médico jefe ha objetado que se le haya dado el alta tan irreflexivamente.

         ¡Qué desborde de sentimientos se producen al estar en una cama de hospital! En sus ratos de lucidez el hombre analiza la situación y comienza a desesperarse.
          ¿Y si su destino estuviera señalado hasta esta fecha? Ya pasó los cincuenta años. Medio siglo es suficiente para conocer lo bueno y lo malo de la vida. Pero… ¿Y su mujer? ¿Y los hijos aún estudiando? ¿Y la casa que está arreglada de a poco? Hay cancelaciones pendientes, pagos deudas, compromisos, trabajos comenzados, galpones metálicos para tres clientes, por algo es Técnico en Construcciones Metálicas y bien calificado por añadidura. Un cumplidor de todos sus compromisos.
         Las inyecciones le tienen la piel amoratada. Cuesta encontrar venas para seguir inyectando. Está atontado con los calmantes. Las noches son interminables y quejumbrosas. Vuelven los mortecinos amaneceres y un doctor con verdadero aspecto de sabio, decide a fondo estudiar su caso.
         Exámenes, fichas clínicas, diagnósticos diversos y grandes silencios. Victor Vásquez tiene ahora demasiado tiempo para pensar. Es el fruto desconocido que la vida regala en compensación por el poco tiempo que queda para disfrutarla. Algún día sólo seré un recuerdo, pero estaré en todas partes. Es un consuelo.- Son sus reflexiones.
         El nuevo médico está frente a él.
         -La vida moderna está basada en la ciencia, amigo mío. Los exámenes clínicos que he pedido nos entregarán la clave de su enfermedad. Daremos el gran paso- afirma,- y es un consuelo oírlo.
         Pacientemente Vásquez se compara con los fierros viejos y oxidados que agonizan en su taller. El silencio de la noche es propicio a sus reflexiones. Todos los enfermos de la sala han recibido algún calmante. Así no molestan al personal. Llegando el caso de tocar el timbre por alguna urgencia, bien puede colgarse de él hasta que quizá una hora después aparezca un malhumorado funcionario.
         Las horas nocturnas conllevan soledad, incomunicación hacia el exterior, pero amplitud hacia el espacio interior. Hacia una búsqueda de sentido a la existencia. La vida… ¿Será sólo esto? ¿Trabajar, luchar, producir cual una máquina hasta caer gastada? Su campo de fuerza está originado por la tensión de la duda ¿Vivirá? Siempre ha escuchado decir “La muerte es una liberación” ¿Liberación de qué?
         De la vida naturalmente. Pero, si la muerte es la NADA,  no se puede actuar. Un  muerto vale nada y ¿Qué es la nada? No admite ni siquiera la lucha.
         El no es un intelectual, ni un pensador ni un moralista. Es apenas un ser que se extingue. Nada tiene que replantearse.
         Los exámenes revelan algo asombroso. No está enfermo del estómago, ni de los riñones, ni del hígado, corazón o pulmones. Pero anda un virus en su sangre. Un virus aún inencontrable, pero existente.
         El médico canoso, de gruesos anteojos y estupenda presencia, figura de indiscutible peso científico, está explicando el descubrimiento. Su posición es absolutamente analítica.
         -Detrás de todo esto hay un sustrato científico. No podemos descartar ninguna posibilidad acerca de cuál virus ha entrado en su torrente sanguíneo. Ahora viene la verdadera investigación.
         Tras la brillante exposición el facultativo se ha retirado majestuosamente.         
         Una esperanza comienza a aletear. No se siente tan desamparado. Al fin se ha encontrado al enemigo. Resta sólo clasificarlo. ¿Será esta la última barrera? Le es aplicado un riguroso tratamiento antivirus. Las inyecciones ya no caben en su cuerpo. Día a día se presentan trastornos desconocidos. Por último, se le han endurecido las venas de tan alarmante manera que se observa a simple vista un camino oscuro bajo la piel, cual si la medicina se negara a circular atascada por una resistencia misteriosa.
         El doctor Raimer  tranquiliza a su paciente en la ronda matinal.
         -Ya todo pasará, don Víctor.- Y se aleja rodeado de una bandada de jóvenes que están en práctica y han sido advertidos del enfermo que padece de un virus mortal.
         
         Víctor Vásquez pierde el conocimiento con frecuencia y despierta atontado. Entonces se aferra a los recuerdos. El pasado solamente le ofrece una base de sustentación. El presente es inmanejable e imprevisible. Recuerda a su familia desde muy atrás. Desde la abuela campesina criando, cocinando, dirigiendo, ordenando, catorce hijos y una cantidad de nietos y bisnietos. ¡Cuánto carácter, cuánta autoridad! Fuerte, saludable, tenaz. Nada efímero ni artificial. Nada corrupto había en ese recio tronco.

         Piensa en su propia niñez. Desde los campos lluviosos del sur. Desde las alpargatas con las que atravesaba el barro para llegar a la escuela rural. Desde el ulpo de harina tostada a las papas con chuchoca. El arribo a la ciudad, la dispersión de la familia, la fatigosa búsqueda de viviendas. Quizá hora es una hoja teñida de un otoño amarillento. Es todo lo que queda de ese árbol…
         El turno de la mañana trae una novedad. Una joven doctora viene a hacerse cargo de él.
         -Y el doctor Reimer?-Pregunta inquieto.
         -Me entregó su caso. Soy experta en microorganismos. Soy la doctora Avilés-Flor Avilés- Se presenta solícitamente. Demuestra una energía, un entusiasmo y una seguridad contagiante. Es una hermosa mujer de negro moño y blanca tez. Estudia la ficha con gestos de desaprobación.
         -No, señor Vásquez. Cambiaremos todo este tratamiento. No es el indicado para su caso.
         -El siente una nueva frustración. ¿Cuántos médicos lo han revisado? Hace un recuento. Recuerda sus nombres y figuras. Los reconoce por sus pisadas. Por algo lleva tres meses en esa cama. Todos se han desviado hacia otros pacientes menos complicados.
         No tiene fuerzas, debe aceptar que lo afeiten. Se mira en un espejo y se espanta. ¡Eso! ¡Eso es él! Encanecido, enflaquecido, palidecido, ojeroso, la mirada vaga. Cae en un letargo y sabe que se está muriendo. Le apuesta al silencio. ¿Cuándo quedará vacía su almohada? Está confirmada su decadencia y su definitivo hundimiento.
         La siguiente visita de la doctora Avilés le brinda una satisfacción.
         Buenas noticias don Víctor. Se ha apoderado de usted nada menos que un pariente del estafilococo dorado, una bacteria rarísima. Entre miles de personas ha sido usted receptor esta vez. Inmediatamente comenzará con su tratamiento. Ahora vamos por terreno conocido. Haré llamar a sus familiares para que consigan a la brevedad estos medicamentos.
         Flor Avilés escribe unos nombres absolutamente ilegibles y deja la receta en manos de la enfermera de turno para que llame a sus parientes.
         Comienza otra etapa de angustiosos días. Los remedios conseguidos con aportes monetarios de varios integrantes de su familia son administrados rigurosamente. Está comenzando el otoño. Por la ventana frente al lecho una tonalidad amarilla reemplaza el verde.
         El enfermo aún sigue con fiebres recurrentes y debilitamiento general. En resumen, está triste, pues ya tres nuevas semanas han transcurrido y su asesino anda por el organismo por su torrente sanguíneo, su ánimo no es el mejor. La doctora no quiere reconocer un fracaso. No pueden administrarle más inyecciones. Hay que esperar.
         Como una revelación angustiante se le presenta la idea de despedirse de su familia. La noche envuelve la sala. Horas de desaliento hasta ver la lívida claridad de un nuevo amanecer.
         Amodorrado despierta de súbito. Presiente alguien a su lado. ¡Un nuevo médico! No alcanza a distinguir su nombre en la capa. Es joven de mediana estatura, cabello y barba castaña y rostro afable. No lo examina. Le toma la mano y lo mira fijamente.
         -Vivirá- le dice simplemente.
         Se va de prisa y el queda sumido en confusiones. Extrañado comprueba que es demasiado temprano para la hora de la ronda médica de la mañana. Aún reina el silencio en los pasillos y el frío otoñal está depositado en los patios y los jardines del hospital.
         Como a las seis, pregunta al personal que no entrega aún su guardia, por el joven médico interno que lo ha visitado. No saben qué responderle. No saben cómo se llama. Nadie lo ha visto. Seguramente lo ha soñado.
         Entonces aguarda que irrumpa su doctora para comunicarle el veredicto del nuevo médico. Curiosamente se siente más liviano. Sus extremidades se han deshinchado y puede sentarse en el lecho sin ninguna ayuda.
         -Señor Vásquez, todos los egresados están debidamente registrados. No hay un solo interno en este pabellón. No hay un médico joven de barba en todos estos meses  en el hospital. Yo soy la encargada de recibirlos- es la respuesta a sus insistentes preguntas.
         Tres días después le ha sido concedida el alta. Al retirarse con su maleta de ropa y ya en franca recuperación, Víctor Vásquez desde el jardín se vuelve a contemplar el gran edificio. Hacia lo alto está la ventana frente al lecho en que tanto sufrió.
         -¡Adiós! - musita con un nudo en la garganta.- ¡Adiós a quien me ha devuelto la vida!
         Sabe que no necesita despedirse. Aquella persona ya está dentro de su corazón.
          

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