martes, 20 de marzo de 2018

Ohuanta Salazar-Argentina/Marzo de 2018


El Tanque

Obanta queda lejos de la ciudad. Cuando mis papás explican cómo llegar, es tan difícil, que tienen que dibujarlo en un papel. Cuando los grandes olvidan comprar algo en la ciudad, todos suspiran molestos, porque parece que nadie quiere hacer un viaje tan largo otra vez. Y parece que siempre olvidan comprar lo que necesita el tanque.
Mi abuelo me explicó que el agua que tomamos todos los días se saca de adentro de la tierra. Una bomba sube el agua desde el fondo del pozo hacia el tanque. El tanque está muy alto, se puede ver sobre una esquina del techo de la casa.
El tanque se rebalsa cada vez que alguien olvida apagar la bomba de agua. Y siempre que pasa esto los grandes hablan otra vez del problema en la mesa. Mi papá dice que el defecto está en algo que flota. Mi abuelo dice que no, que es otra cosa la que se atora cuando el agua sube mucho. Mi tío Fernando, que es otra parte la que falla. Mi tío Marcelo, que todas esas cosas no sirven más y que hay que comprar nuevas. Mi abuela, como amenazando con no servir la comida, dice que sin importar como se llame eso que no funciona, alguien debe repararlo de una buena vez.
Mis hermanos y yo creemos que  los grandes vuelven a hablar de lo mismo, una y otra vez, porque sus charlas terminan siempre sin terminar. Por eso, el tanque de Obanta hace muchos, muchos años que rebalsa si alguno se olvida de apagar la bomba. 
Cuando el agua cae desde ese lugar del techo se forma una catarata helada. El agua está muy fría porque el sol no llega hasta el fondo del pozo, como nos explicó mi abuelo. Con mis hermanos aprovechamos para jugar. Nos divierte entrar y salir del chorro de agua. Cuando pasamos justo debajo de la catarata hacemos caras y gritamos cosas que los demás no pueden entender. Jugamos al “tío Marcelo”.
Mi tío Marcelo tenía 10 años cuando pasó.
Hace mucho, mucho  tiempo, ese chorro de agua le salvo la vida.
Nos cuenta que un medio día, cada quien estaba en sus cosas: su mamá, ayudando con la mesa; mi abuela, terminando de cocinar; mi abuelo, cortando yuyos del patio de las naranjas; mi papá, arreglando una carretilla y mi mamá estaba dando la teta a mi hermano Sebastián.
De pronto, tres camiones entraron por la avenida atropellando las hortensias y levantando una nube de tierra. Eran muchos carros de asalto llenos de milicos de mier… Se calla porque se acuerda que mamá no quiere malas palabras. No nos dejan decir milico. Tampoco podemos decir mierda. Mi tío respira hondo y sigue con la voz un poco más tranquila. Pasa que la voz se le pone nerviosa cada vez que habla de los milicos.
Frenaron sobre el cantero de violetas, saltaron apurados desde los camiones y entraron corriendo a la casa. Todos tuvieron que dejar de hacer lo que estaban haciendo. Nos encañonaron contra la pared de atrás. Mi tío Marcelo nos explicó que encañonar no significa apuntar con un cañón, pero un poco sí.
Nos apuntaban con las armas, como si estuvieran listos a disparar. Mi tío hace tantas formas en el aire con sus manos que podemos imaginarnos donde estaban todos. Tu mamá estaba allá… Tu papá aquí… Tu abuela… Y yo, justo parado en esa esquina debajo del tanque.
Dice que los milicos preguntaban todo gritando y que él no entendía casi nada de lo que decían, sólo que iba a terminar rápido.
Una vez le preguntamos qué era lo que iba a terminar rápido. No nos respondió. Se quedó callado un rato largo, con los ojos tristes. Parece que él tampoco sabe la respuesta.
Mi tío Marcelo cuenta que temblaba de miedo. Agarrado muy fuerte de la mano de mi abuelo le preguntó en voz muy bajita ¿Éstos señores nos quieren matar? En ese momento un milico vio sus movimientos, lo apuntó directo a la cara y gritó algo. A mi tío del susto se le anudó la voz en la garganta, soltó la mano de mi abuelo, quedó firme, pegado a la pared y sin poder contenerse comenzó a llorar. Su mamá pidió tenerlo cerca pero no la dejaron. El milico, gritando, le apoyó el arma en la frente a mi tío Marcelo ¡Los machitos no lloran! ¿Sos mariquita? O ¿Sos machito, vos?
En ese momento comenzó a caerle encima un gran chorro helado, que lo hizo soltar un gran suspiro de frío. El milico se alejó para no mojarse, burlándose.
El tanque rebalsó porque nadie pudo apagar la bomba.
Mi tío debajo del chorro de agua, tiritando, pudo llorar con todas las ganas y mearse del miedo, sin que el milico se diera cuenta.
Por eso, ese chorro le salvó la vida.
Cuando el tanque de Obanta rebalsa, jugamos al “tío Marcelo”. Entramos y salimos del chorro,  gritando palabras que sólo nosotros entendemos. Debajo del chorro de agua, la voz nos suena rara: “¡Milico de mierda!” “¡Si, estoy llorando, milico boludo!” ¡Nos morimos de risa! Los grandes no pueden entender lo que hablamos y no pueden enojarse. Ellos nos castigan si decimos malas palabras, por eso, las decimos debajo de ese chorro, que siempre nos salva.

 

Del libro Patios de Obanta

3 comentarios:

Fede dijo...

Gran cuento.
Gran escritora

Mariana dijo...

Sensibilidad total . Hermosa escritora.

Joaquin dijo...

Sublime experiencia!!
Gracias miles x tu arte!!